A finales del siglo XVII el convento mercedario descalzo de la Inmaculada Concepción de Ciudad Real no pasaba por su mejor momento. Tras largos años de obras el dinero se había agotado sin abordar uno de sus mayores anhelos: construir una nueva iglesia. Para conseguir lograr su objetivo contaron con la protección de un nuevo y poderoso mecenas, con cuyo apoyo levantaron un bello templo aun a costa de enmascarar el proyecto original, ocultando la huella del primer fundador. Junto a la iglesia se levantaría también un pósito de trigo, tan pegado a ella que, con el paso de los años al ser derribado este apéndice para construir el Palacio de la Diputación Provincial, alimentó una curiosa leyenda de falsa mutilación de un colateral de aquel templo que ha perdurado hasta nuestros días.
La iglesia del antiguo convento mercedario de Nuestra Señora de la Concepción, conocida popularmente como “La Merced” es un edificio barroco situado en una de las zonas más céntricas de Ciudad Real, abriéndose su portada a la plazuela de la Merced, en la calle Toledo, junto a la plaza de la Constitución. Hoy en día actúa como parroquia con el nombre de Santa María del Prado. Su historia constructiva está llena de luces y sombras, rodeándose de todo un compendio de mitos nacidos tras la desamortización sufrida por el viejo edificio, su posterior transformación en instituto de enseñanza secundaria, a partir del año 1843 y la construcción en el solar inmediato del Palacio de la Diputación Provincial a partir de 1889, que han contribuido a enmascarar aspectos muy relevantes tanto de su configuración inicial como de su relación con el entorno urbanístico en el que se sitúa.
Para poder aclararlos hay que remontarse hasta la segunda década del siglo XVII, momento en el que llegaron a la ciudad los primeros mercedarios descalzos con la misión de fundar el convento gracias al legado testamentario aportado por el capitán Andrés Lozano, mercader oriundo de Ciudad Real, afincado en Sevilla, enriquecido gracias a las operaciones comerciales, incluyendo el tráfico de esclavos, que había realizado durante muchos años con el Nuevo Mundo. La fundación de aquella casa no había sido nada fácil, debiendo vencer la oposición inicial de las autoridades civiles y la reticencia mostrada por el resto de los conventos y parroquias de la ciudad, temerosos de perder su influencia y las limosnas de unos fieles acuciados por la grave crisis económica que por aquellos años azotaba ya con fuerza a Castilla.
En el verano de 1618 fray Pedro de Santa María, comendador del convento mercedario de Salamanca, llegó a la ciudad para tomar posesión de una casa mesón situada en la calle Toledo comprada por los patronos de la fundación Lozano con la idea de transformarla para la vida conventual, dotándola de una sencilla capilla. El presupuesto inicial de cuatro mil quinientos ducados establecidos en el testamento de Andrés, así como las rentas asignadas anualmente, aun siendo modestas, eran suficientes para garantizar el arranque de aquel modesto proyecto, adecuado a la regla de la descalcez.
Pero las luchas internas entre las dos provincias administrativas mercedarias descalzas (castellana y andaluza) por conseguir el control de la nueva fundación determinaron un importante cambio de rumbo, transformando la idea original en otra muy distinta, decidiendo levantar en un lugar cercano, desde los cimientos, un nuevo convento con su correspondiente iglesia. Después de comprar varias casas en la calle Toledo se iniciaron las obras en el año 1621, debiendo mantener a la par la residencia temporal de los frailes en la casa mesón.
Como era habitual, las trazas del convento debían adecuarse a la regla y control de los mercedarios, quedando en manos de maestros locales su ejecución, destacando, entre estos últimos, la presencia de Juan Ruiz, Juan Díaz Galiano o Juan de Espinosa Zúñida. En aquella primera disposición, como era lógico, se proyectó la construcción de una pequeña iglesia que se adosaría externamente a la galería del lado del este del futuro claustro, en la que debían enterrarse exclusivamente el fundador, Andrés Lozano, y sus familiares más directos, debajo de la bóveda que debía construirse bajo el suelo de la capilla mayor.
Y así se hizo, levantándose un modestísimo templo con planta de rectangular, capilla mayor integrada, cubiertas abovedas, coro a los pies y una pequeña cúpula sostenida sobre cuatro pechinas bajo la que debían descansar los restos de la familia Lozano. Todo aquel espacio originalmente debió adornarse con simbología propia del linaje del fundador, a quien correspondía ese derecho por su papel de mecenas.
Una vez terminada esta iglesia, coincidiendo con la fiesta del Corpus Christi celebrada el jueves 6 de junio de 1624, los mercedarios se trasladaron definitivamente hasta la nueva casa abandonando el mesón de la calle Toledo que les había acogido al llegar por primera vez a la ciudad. A partir de esta fecha todos los esfuerzos y las rentas de la orden se destinaron a proseguir con la construcción de otras estancias conventuales: claustro, cocinas, refectorio, celdas, etc.
Las obras se prolongaron, con muchos altibajos, hasta la década de los años sesenta del siglo XVII, momento en el que la comunidad mercedaria comenzó a entrever la posibilidad de ampliar la primitiva iglesia, cuya pequeñez resultaba claramente insuficiente para atender las necesidades del convento e incapaz, por las propias condiciones fundacionales, de poder acoger enterramientos de particulares pudientes que preferían elegir las iglesias de los conventos de carmelitas, dominicos y franciscanos para instalar en ellas sus capillas funerarias, privándoles de los ingresos que estas fundaciones llevaban aparejadas.
Fue en este preciso momento cuando entraría en escena un nuevo personaje miembro de una de las familias nobles más antiguas y poderosas de Ciudad Real, los Muñoz, cuya intervención cambiaría para siempre la imagen del antiguo convento mercedario dotándolo de uno de sus elementos más emblemáticos y deseados: una nueva iglesia. Nos referimos a don Álvaro Muñoz Treviño de Loaysa y Figueroa, hijo de don Gonzalo Muñoz Loaysa Figueroa y de su esposa doña Luisa de Torres, nacido el 14 de febrero de 1629. Desde muy joven se convertiría en la mano derecha de su padre, quien modeló su devenir, consiguiéndole un hábito de la orden de Santiago y concertando para él un ventajoso matrimonio con doña María de Torres Aguilera, su prima hermana, con la que se casaría en 1648, planificando así una conveniente alianza patrimonial y familiar que a la larga daría grandes frutos.
Tras la muerte de don Gonzalo ocurrida en 1652, Álvaro se puso al frente de su hacienda, engrandeciendo con creces el legado trasmitido por su padre, llegando a acumular una gran fortuna en tierras y ganados y un enorme prestigio social, ocupando una clara posición de poder en el ayuntamiento de la ciudad, ejerciendo incluso el cargo de corregidor, honor que compaginaría con otros muchos como el de alcalde de la Hermandad Vieja, una de las instituciones de mayor raigambre entre sus conciudadanos. Todas estas prebendas le convirtieron en uno de los caballeros más ricos e influyentes no solo de la ciudad sino de toda la comarca.
Pero, en una época marcada por la Contrarreforma, todo este potencial económico y el prestigio social que esa condición proporcionaba solía empujar a sus protagonistas a buscar otro tipo de proyección personal más profundo y espiritual, cuyo mejor reflejo era la inversión de grandes sumas de dinero destinadas a realizar distintas obras de caridad así como todo tipo de fundaciones piadosas, muchas de las cuales afectaban a parroquias y conventos, costeando retablos, ornamentos litúrgicos e incluso haciéndose cargo de obras constructivas de envergadura como es el caso que nos ocupa.
Y así fue como don Álvaro y su esposa doña María, vinieron a socorrer a los mercedarios descalzos de Ciudad Real en aquella encrucijada sin salida en la que se encontraban, firmando en el año 1674 la correspondiente escritura por la que, en un principio, el caballero santiaguista se comprometía a costear desde sus cimientos hasta su culminación, la construcción de la nueva iglesia, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción, de la que aquel matrimonio era muy devoto. El modelo elegido debía adecuarse a las trazas proporcionadas por un maestro de la orden, probablemente fray Antonio de la Concepción, arquitecto mercedario descalzo cuya presencia se detecta por estos momentos trabajando en la provincia de Sevilla.
Pero la nueva construcción que seguiría un modelo de iglesia barroca común para otras órdenes religiosas del momento (planta de cruz latina, con brazos poco desarrollados y cúpula con pechinas sobre el crucero) tenía que solucionar un importante condicionante previo: la existencia de la antigua iglesia construida por el primer mecenas, el capitán Andrés Lozano, cuya situación comprometía el desarrollo de la nueva traza. La solución adoptada por los arquitectos fue realmente ingeniosa, optándose por asimilarla dentro de la nueva planta, transformándola en un pseudo colateral del lado del evangelio, que se abriría, mediante tres arcos de medio punto a un nueva y única nave, sobre la que descansaría una cubierta de cañón adornada con yeserías y lunetos. El proceso de “ocultamiento” de aquel falso colateral se completaría en los años siguientes con la incorporación de un completo programa de pinturas murales que cubrirían cualquier vestigio de su anterior esencia y filiación. Don Álvaro dotó también a la nueva iglesia de un retablo mayor, encargando su realización en 1677 al maestro toledano Manuel Vázquez Ágrelos, quien por aquellos momentos estaba afincado en Daimiel. Para decorar aquella magnífica obra se encargaron distintos lienzos, destacando una bellísima Inmaculada Concepción, por fortuna conservada hasta nuestros días, que nos remite a la escuela de pintura barroca madrileña de Carreño de Miranda.
No sería esta la única obra piadosa subvencionada por el de Figueroa. Entre 1694 y 1710, año de su fallecimiento, dispuso la creación de una fundación para proteger a niños abandonados, se esmeró en ayudar al nacimiento y primeros pasos de otro convento mercedario, esta vez femenino, en la antigua ermita de Nuestra Señora de la Estrella, en la vecina localidad de Miguelturra y por último, se encargó de construir un granero con la misión de guardar y prestar semillas, en condiciones muy ventajosas, a los campesinos pobres de la ciudad.
Para construir aquel pósito de trigo don Álvaro tomó dos decisiones importantes: en primer lugar sus materiales serían de la mejor calidad, usando mampostería y sillería, los mismos que se habían empleado en la nueva iglesia mercedaria; en segundo lugar la sencilla planta rectangular del granero se apoyaría directamente sobre el muro derecho del templo, creando a ojos de futuros investigadores, una falsa sensación de continuidad en su alzado, llegando a confundir este elemento independiente con un segundo colateral de la iglesia, esta vez el correspondiente a la nave de la epístola.
Con el paso de los años la configuración final de aquella planta se completó con el añadido de una capilla de planta cuadrangular en el brazo del crucero derecho, actuando durante el siglo XVIII como capilla de Nuestra Señora de las Mercedes, aunque actualmente se conoce como capilla del Santísimo.
Así pues, exteriormente, la iglesia tendría aparentemente tres naves, una central y dos colaterales, aunque en realidad, interiormente la “nave de la derecha” no tenía la misma naturaleza que el colateral opuesto (antigua iglesia de los Lozano) ni se abría como esta última con atajos a la nave central para facilitar el tránsito de los fieles.
Esta falsa lectura de la planta final generada a principios del siglo XVIII compuesta en realidad por tres elementos originalmente tan distintos (iglesia de Lozano, iglesia de Figueroa y pósito de trigo) provocaría uno de los mitos más longevos en la historia del convento: en 1889 para construir el Palacio de la Diputación Provincial, se derribó una de las tres naves que se suponía formaban la “jesuítica” planta del convento, concretamente el colateral de la epístola, destruyendo su perfil original.
Si analizamos con detalle la documentación generada por el arquitecto Santiago Rebollar para preparar el mencionado proyecto pronto descubrimos más datos que nos ayudan a enmendar el error: después de examinar el solar perteneciente a la antigua vicaria que ocupaba gran parte de los antiguos terrenos contiguos al convento mercedario, el técnico aconsejó la compra del pequeño granero que, apoyado en la iglesia de la Merced, podía afear y complicar la armonía del nuevo edificio. Así se hizo finalmente, derribando este feo apéndice de forma que el Palacio se pegó como una nueva piel a el lado derecho de la antigua iglesia mercedaria ocultando definitivamente el lugar ocupado por el pósito de don Álvaro y configurando la leyenda de la mutilación del antiguo templo mercedario.
Bibliografía:
MOLINA CHAMIZO, M.P., (2024), Pluma, papel y mecenas: historia del convento mercedario de la Inmaculada Concepción de la Concepción, Ciudad Real, ss. XVI-XX, Ciudad Real, Fundación Impulsa Castilla La Mancha.
Autora:
Pilar Molina Chamizo.
Técnico gestor cultural. Fundación Impulsa CLM
DEAC. Museo de Ciudad Real/Convento de la Merced