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Bécquer en Toledo

Aunque hayan pasado más de ciento cincuenta años desde que Gustavo Adolfo Bécquer se paseaba por las calles de Toledo, todavía nos resulta fácil seguir sus huellas y encontrarlo, escondido en el azar de una esquina, en el misterio de una calle retorcida, ante la puerta de un convento de clausura, en medio de una plaza recoleta, en la orilla del Tajo, tal vez. Si lo buscamos, seguro que lo hallaremos, porque Bécquer sintió y vivió Toledo como una parte esencial de su propia existencia, atraído por ese aspecto de poblachón ruinoso, de ciudad muerta que se alimenta de las glorias y esplendores de antaño.     

El ensueño, la fascinación, el narcótico de lo que fue esplendoroso y aún mantiene en cada piedra el recuerdo de ese viejo esplendor; el viento que se arremolina en un callejón zigzagueante y lleva en su música los sonidos y los perfumes de otros tiempos; el silencio retumbante de los conventos de monjas, envueltos en su mutismo antiguo, evocando en las figuras de sus altares la vida monástica y el recogimiento de quienes los habitan; la sombra fugaz de una mujer intuida, que pasa como si se deslizara, con gracia, y desaparece antes de que pueda ser definida, pero se queda ya en el pensamiento, como un fantasma intangible, y se idealiza, y se desvanece poco a poco... Todo esto se movía en la cabeza de Bécquer cada vez que decidía desplazarse a Toledo y recrear sus sentidos en medio del decorado imponente y eterno de esta ciudad donde el tiempo se funde con el tiempo, desde épocas inmemoriales.   

 El Toledo de Bécquer es una ciudad de misterios, de figuras evanescentes que parecen estar y no están, de historias imaginadas al amparo de los muros seculares de sus edificios; historias, figuras y misterios que nos hablan de una ciudad fantasmagórica, soñada, idealizada a través del filtro del romanticismo del autor, de su espíritu inquieto que vaga entre los recovecos del laberinto, impulsado por ese aire que se arremolina en los callejones, vuelto sombra al fusionarse plenamente con el espacio y convertirse en parte de su paisaje.     

Fue primero su ambicioso proyecto de la Historia de los templos de España, cuya única parte escrita se refiere a algunas iglesias de Toledo, y fueron después sus leyendas llenas de una fuerza evocadora única que nos lleva a recorrer las épocas pasadas en medio del ambiente idealizado que las envuelve (El beso, El Cristo de la Calavera, La rosa de pasión, La ajorca de oro, Tres fechas). Y fueron, también, sus artículos sobre aspectos artísticos y costumbristas, desde la referencia a un pozo árabe o la descripción de la tumba de Garcilaso a la evocación plástica y viva de la Semana Santa. Ahí está, el Bécquer toledano, ciento cincuenta años después, preparado para ser releído o para ser descubierto por quienes aún no lo hayan hecho. Un placer que nos transporta a un tiempo en el que la vida parecía detenerse ante la mirada atenta del poeta inquieto.

Autor: Juan Carlos Pantoja Rivero, profesor del IES Alfonso X el Sabio de Toledo y de la Facultad de Educación de la UCLM

Leyendas toledanas de Bécquer

 Cuando una parte del ejército francés se apoderó á principios de este siglo de la histórica Toledo, sus jefes, que no ignoraban el peligro á que se esponian en las poblaciones españolas diseminándose en alojamientos separados, comenzaron por habilitar para cuarteles los mas grandes y mejores edificios de la ciudad.
 Después de ocupado el suntuoso alcázar de Carlos V, echóse mano de la casa de Consejos, y cuando esta no pudo contener mas gente, comenzaron a invadir el asilo de las comunidades religiosas, acabando á la postre por trasformar en cuadras hasta las iglesias consagradas al culto. En esta conformidad se encontraban las cosas en la población donde tuvo lugar el suceso que voy á referir, cuando una noche, ya á hora bastante avanzada, envueltos en sus oscuros capotes de guerra y ensordeciendo las estrechas y solitarias calles que conducen desde la Puerta del Sol al Zocodover con el choque de sus armas y el ruidoso golpear de los cascos de sus corceles que sacaban chispas de los pedernales, entraron en la ciudad hasta unos cien dragones de aquellos altos, arrogantes y fornidos de que todavía nos hablan con admiración nuestras abuelas.
 Mandaba la fuerza un oficial bastante joven, el cual iba como á distancia de unos treinta pasos de su gente hablando á media voz con otro, también militar á lo que podia colegirse por su traje: este, que caminaba á pié delante de su interlocutor, llevando en la mano un farolillo, parecía servirle de guia por entre aquel laberinto de calles oscuras, enmarañadas y revueltas.
 —En verdad, decia el ginete á su acompañante, que si el alojamiento que se nos prepara es tal y como me le pintas, casi casi sería preferible arrancharnos en el campo ó en medio de una plaza.
 —Y qué queréis, mi capitán? contestóle el guia, que efectivamente era un sargento aposentador; en el alcázar no cabe ya un grano de trigo, cuanto mas un hombre; de San Juan de los Reyes no digamos, porque hay celda de fraile en la que duermen quince húsares: el convento á donde voy á conduciros no era mal local, pero hará cosa de tres ó cuatro dias nos cayó aquí como de las nubes una de las columnas volantes que recorren la provincia, y gracias que hemos podido conseguir que se amontonen por los claustros y dejen libre la iglesia.
 —En fin, esclamó el oficial después de un corto silencio y como resignándose con el estraño alojamiento que la casualidad le deparaba, mas vale incómodo que ninguno. De todas maneras, si llueve, que no será difícil según se agrupan las nubes, estaremos á cubierto y algo es algo.
 Interrumpida la conversación en este punto, los ginetes, precedidos del guia, siguieron en silencio el camino adelante hasta llegar á una plazuela en cuyo fondo se destacaba la negra  silueta del convento con su torre morisca, su campanario de espadaña, su cúpula ojival y sus tejados de crestas desiguales y oscuras.
 —Hé aquí vuestro alojamiento, esclamó el aposentador al divisarle y dirigiéndose al capitán, que después que hubo mandado hacer alto á su tropa, echó pie á tierra, tomó el farolillo de manos del guia y se dirigió hacia el punto que este le señalaba.
 Como quiera que la iglesia del convento estaba completamente desmantelada, los soldados que ocupaban el resto del edificio habían creido que las puertas le eran ya poco menos que inútiles, y un tablero hoy, otro mañana, habían ido arrancándolas pedazo á pedazo para hacer hogueras con que calentarse por las noches.
 Nuestro joven oficial no tuvo, pues, que torcer llaves ni descorrer cerrojos para penetrar en el interior del templo.
 A la luz del farolillo, cuya dudosa claridad se perdía entre las espesas sombras de las naves y dibujaba con jigantescas proporciones sobre el muro la fantástica silueta del sargento aposentador que iba precediéndole, recorrió la iglesia de arriba á abajo y escudriñó una por una todas sus desiertas capillas hasta que una vez hecho cargo del local, mandó echar pié á tierra a su gente, y hombres y caballos revueltos, fué acomodándola como mejor pudo.
 Segun dejamos dicho, la iglesia estaba completamente desmantelada: en el altar mayor pendían aun de las altas cornisas los rotos girones del velo con que le habían cubierto los religiosos al abandonar aquel recinto; diseminados por las naves, veíanse algunos retablos adosados al muro, sin imágenes en las hornacinas; en el coro se dibujaban con un ribete de luz los extraños perfiles de la oscura sillería de alerce; en el pavimento, destrozado en varios puntos, distinguíanse aun anchas losas sepulcrales llenas de timbres, escudos y largas inscripciones góticas, y allá, á lo lejos, en el fondo de las silenciosas capillas y á lo largo del crucero, se destacaban confusamente entre la oscuridad, semejantes á blancos é inmóviles fantasmas, las estátuas de piedra que unas tendidas, otras de hinojos sobre el mármol de sus tumbas, parecían ser los únicos habitantes del ruinoso edificio.
 A cualquiera otro menos molido que el oficial de dragones, el cual traía una jornada de catorce leguas en el cuerpo, ó menos acostumbrado á ver estos sacrilegios como la cosa mas natural del mundo, hubiéranle bastado dos adarmes de imaginación para no pegar los ojos en toda la noche en aquel oscuro é imponente recinto, donde las blasfemias de los soldados que se quejaban en alta voz del improvisado cuartel, el metálico golpe de sus espuelas que resonaban sobre las anchas losas sepulcrales del pavimento, el ruido de los caballos que piafaban impacientes, cabeceando y haciendo sonar las cadenas con que estaban sujetos á los pilares, formaban un rumor extraño y temeroso que se dilataba por todo el ámbito de la iglesia y se reproducía cada vez mas confuso repetido de eco en eco en sus altas bóvedas.
 Pero nuestro héroe, aunque joven, estaba ya tan familiarizado con estas peripecias de la vida de campaña, que apenas hubo acomodado á su gente, mandó colocar un saco de forraje al pié de la grada del presbiterio, y arrebujándose como mejor pudo en su capote y echando la cabeza en el escalón, á los cinco minutos roncaba con mas tranquilidad que el mismo rey José en su palacio de Madrid.
 Los soldados, haciéndose almohadas de las monturas, imitaron su ejemplo, y poco á poco fué apagándose el murmullo de sus voces.
 A la media hora solo se oían los ahogados gemidos del aire que entraba por las rotas vidrieras de las ojivas del templo, el atolondrado revolotear de las aves nocturnas que tenían sus nidos en el dosel de piedra de las esculturas de los muros y el alternado rumor de los pasos del vigilante que se paseaba, envuelto en los anchos pliegues de su capote, á lo largo del pórtico.

 II
 En la época á que se remonta la relación de esta historia, tan verídica como extraordinaria, lo mismo que al presente, para los que no sabían apreciar los tesoros del arte que encierran sus muros, la ciudad de Toledo no era mas que un poblachon destartalado, antiguo, ruinoso é insufrible.
 Los oficiales del ejército francés, que, á juzgar por los actos de vandalismo con que dejaron en ella triste y perdurable memoria de su ocupación, de todo tenían menos de artistas ó arqueólogos, no hay para qué decir que se fastidiaban soberanamente en la vetusta ciudad de los Césares.
 En esta situación de ánimo, la mas insignificante novedad que viniese á romper la monótona quietud de aquellos dias eternos é iguales, era acojida con avidez entre los ociosos; así es que la promoción al grado inmediato de uno de sus camaradas, la noticia del movimiento estratégico de una columna volante, la salida de un correo de gabinete, ó la llegada de una fuerza cualquiera á la ciudad, convertíase en tema fecundo de conversación y objeto de toda clase de comentarios, hasta tanto que otro incidente venía á sustituirle, sirviendo de base á nuevas quejas, críticas y suposiciones.
 Como era de esperar, entre los oficiales, que según tenían de costumbre acudieron al dia siguiente á tomar el sol y á charlar un rato en el Zocodover, no se hizo platillo de otra cosa que de la llegada de los dragones, cuyo jefe dejamos en el anterior capítulo durmiendo á pierna suelta, y descansando de las fatigas de su viaje. Cerca de una hora hacía que la conversación giraba alrededor de este asunto, y ya comenzaba á interpretarse de diversos modos la ausencia del recien venido, á quien uno de los presentes, antiguo compañero suyo de colegio, había citado para el Zocodover, cuando en una de las boca-calles de la plaza apareció al fin nuestro bizarro capitán despojado de su ancho capoton de guerra, luciendo un gran casco de metal con penacho de plumas blancas, una casaca azul turquí con vueltas rojas, y un magnífico mandoble con vaina de acero, que resonaba arrastrándose al compás de sus marciales pasos, y del golpe seco y agudo de sus espuelas de oro.
 Apenas le vio su camarada salió á su encuentro para saludarle, y con él se adelantaron  casi todos los que á la sazón se encontraban en el corrillo, en quienes había despertado la curiosidad y la gana de conocerle, los pormenores que ya habían oido referir acerca de su carácter original y estraño.
 Después de los estrechos abrazos dé costumbre y de las esclamaciones, plácemes y preguntas de rigor en estas entrevistas; después de hablar largo y tendido sobre las novedades que andaban por Madrid, la varia fortuna de la guerra, y los amigotes muertos ó ausentes, rodando de uno en otro asunto la conversación, vino á parar al tema abligado, esto es, las penalidades del servicio, la falta de distracciones de la ciudad y el inconveniente de los alojamientos.
 Al llegar á este punto, uno de los de la reunión que, por lo visto, tenía noticia del mal talante con que el jóven oficial se había resignado á acomodar su gente en la abandonada iglesia, le dijo con aire de zumba:
 —Y á propósito de alojamiento, ¿qué tal se ha pasado la noche en el que ocupais?
 —Ha habido de todo, contestó el interpelado; pues si bien es verdad que no he dormido gran cosa, el origen de mi vigilia merece la pena de la velada.
 El insomnio junto á una mujer bonita no es seguramente el peor de los males.
 —¡Una mujer! repitió su interlocutor como admirándose de la buena fortuna del recien venido; eso es lo que se llama llegar y besar el santo.
 —Será tal vez algún antiguo amor de la corte que le sigue á Toledo para hacerle mas soportable el ostracismo, añadió otro de los del grupo.
 —Oh, no, dijo entonces el capitán; nada menos que eso. Juro, á fé de quien soy, que no la conocía, y que nunca creí hallar tan bella patrona en tan incómodo alojamiento. Es todo lo que se llama una verdadera aventura.
 —iContadla! ¡contadla! exclamaron en coro los oficiales que rodeaban al capitán; y como este se dispusiera á hacerlo así, todos prestaron la mayor atención á sus palabras, mientras él comenzó la historia en estos términos:
 —Dormía esta noche pasada como duerme un hombre que trae en el cuerpo trece leguas de camino, cuando hé aquí que en lo mejor del sueño me hizo despertar sobresaltado é incorporarme sobre el codo un estruendo horrible: un estruendo tal, que me ensordeció un instante para dejarme después los oidos zumbando cerca de un minuto como si un moscardón me cantase á la oreja.
 Como os habréis figurado, la causa de mi susto era el primer golpe que oia de esa endiablada campana gorda, especie de sochantre de bronce que los canónigos de Toledo han colgado en su catedral con el laudable propósito de matar á disgustos á los necesitados de reposo.
 Renegando entre dientes de la campana y del campanero que la toca, disponíame, una vez apagado aquel insólito y temeroso rumor, a cojer nuevamente el hilo del interrumpido sueño, cuando vino á herir mi imaginación y a ofrecerse ante mis ojos una cosa extraordinaria. A la dudosa luz de la luna que entraba en el templo por el estrecho ajimez del muro de la capilla mayor vi una mujer arrodillada junto al altar.
 Los oficiales se miraron entre sí con expresión entre asombrada é incrédula; el capitán, sin atender al efecto que su naracion producía, continuó de este modo:
 —No podéis figuraros nada semejante á aquella nocturna y fantástica visión que se dibujaba confusamente en la penumbra de la capilla, como esas vírgenes pintadas en los vidrios de colores que habréis visto alguna vez destacarse á lo lejos blancas y luminosas sobre el oscuro fondo de las catedrales.
 Su rostro ovalado, en donde se veía impreso el sello de una leve y espiritual demacración, sus armoniosas facciones, llenas de una suave y melancólica dulzura, su intensa palidez, las purísimas líneas de su contorno esbelto, su ademan reposado y noble, su traje blanco y flotante, me traían á la memoria esas mujeres que yo soñaba cuando casi era un niño ¡castas y celestes imágenes, quimérico objeto del vago amor de la adolescencia!
 Yo me creía juguete de una alucinación, y sin quitarle un punto los ojos, ni aun osaba respirar, temiendo que un soplo desvaneciese el encanto.
 Ella permanecía inmóvil.
 Antojabáseme al verla tan diáfana y luminosa que no era una criatura terrenal, sino un espíritu, que revistiendo por un instante la forma humana, había descendido en el rayo de la luna dejando en el aire y en pos de sí la azulada estela que desde el alto ajimez bajaba verticalmente hasta el pié del opuesto muro, rompiendo la oscura sombra de aquel recinto lóbrego y misterioso.
 —Pero... exclamó interrumpiéndole un camarada de colegio, que, comenzando por echar á broma la historia, había concluido interesándose con su relato: ¿cómo estaba allí aquella mujer? ¿No la dijiste nada? ¿No te explicó su presencia en aquel sitio?
 —No me determiné á hablarla, porque estaba seguro que no habiía de contestarme, ni verme, m oírme.
 —¿Era sorda?
 —¿Era ciega?
 —¿Era muda? exclamaron á un tiempo tres ó cuatro de los que escuchaban la relación.
 —Lo era todo á la vez, exclamó al fin el capitán después de un momento de pausa; porque era... de mármol.
 Al oir el estupendo desenlace de tan extraña aventura, cuantos había en el corro prorrumpieron en una ruidosa carcajada, mientras uno de ellos dijo al narrador de la peregrina historia, que era el único que permanecía callado y en una grave actitud:
 —¡Acabáramos de una voz! Lo que es de ese género tengo yo mas de un millar, un verdadero serrallo en San Juan de los Reyes. Serrallo que desde ahora pongo á vuestra disposicion, ya que á lo que parece, tanto os da de una mujer de carne como de piedra.
 —Oh, no... continuó el capitán, sin alterarse en lo mas mínimo por las carcajadas de, sus compañeros, estoy seguro que no pueden ser como la mía. La mía es una verdadera dama castellana, que por un milagro de la escultura, parece que no la han enterrado en su sepulcro, sino que aun permanece en cuerpo y alma de hinojos sobre la losa que le cubre, inmóvil, con las manos juntas en ademan suplicante, sumergida en un éxtasis de místico amor.
 —De tal modo te explicas, que acabarás por probarnos la verosimilitud de la fábula de Galatea.
 —Por mi parte, puedo deciros que siempre la creí una locura, mas desde anoche comienzo a comprender la pasión del escultor griego.
 —Dadas las especiales condiciones de tu nueva dama, creo que no tendrás inconveniente en presentamos á ella. De mí sé decir que ya no vivo, hasta ver esa maravilla. Pero... ¿qué diantres te pasa?... diríase que esquivas la presentación. Já! já! já! bonito fuera que ya te tuviésemos hasta celoso.
 —Celoso, se apresuró á decir el capitán, celoso... de los hombres, no... mas ved, sin embargo, hasta donde llega mi estravagancia. Junto á la imagen de esa mujer, también de mármol, grave y al parecer con vida como ella, hay un guerrero... su marido sin duda... Pues bien... lo voy á decir todo, aunque os moféis de mi necedad... Si no hubiera temido que me tratasen de loco, creo que ya la habría hecho cien veces pedazos! Una nueva, y aun mas ruidosa carcajada de los oficiales, saludó esta original revelación del estrambótico enamorado de la dama de piedra.
 —Nada, nada, es preciso que la veamos, decían los unos.
 —Si, si, es preciso saber si el objeto corresponde á tan alta pasión, añadían los otros.
 —¿Cuando nos reunimos á echar un trago en la iglesia en que os alojáis? esclamaron los demás.
 —Cuándo mejor os parezca: esta misma noche si queréis, respondió el jóven capitán, recobrando su habitual sonrisa, disipada un instante por aquel relámpago de celos.—A propósito. Con los bagajes he traído hasta un par de docenas de botellas de Champagne; verdadero Champagne, restos de un regalo hecho á nuestro general de brigada, que, como sabéis, es algo pariente.
 —Bravo! Bravo! esclamaron los oficiales á una voz, prorumpiendo en alegres esclamaciones.
 —Se beberá vino del país!
 —Y cantaremos una canción de Ronsard!
 —Y hablaremos de mujeres, á propósito de la dama del Anfitrion.
 —Conque... ¡hasta la noche!
 —Hasta la noche.

   III.
 Ya hacía largo rato que los pacíficos habitantes de Toledo habían cerrado con llave y cerrojo las pesadas puertas de sus antiguos caserones, la campana gorda de la catedral anunciaba la hora de la queda, y en lo alto del alcázar, convertido en cuartel, se oia el último toque de silencio de los clarines, cuando diez ó doce oficiales que poco á poco habían ido reuniéndose en el Zocodover tomaron el camino que conduce desde aquel punto al convento en que se alojaba el capitán, animados, mas con la esperanza de apurar las prometidas botellas, que con el deseo de conocer la maravillosa escultura.
 La noche había cerrado sombría y amenazadora; el cielo estaba cubierto de nubes de color de plomo; el aire que zumbaba encarcelado en la estrechas y retorcidas calles, agitaba la moribunda luz del farolillo de los retablos ó hacía girar con un chirrido agudo las veletas de hierro de las torres.
 Apenas los oficiales dieron vista á la plaza en que se hallaba situado el alojamiento de su nuevo amigo, este, que les aguardaba impaciente, salió á encontrarles, y después de cambiar algunas palabras á media voz, todos penetraron juntos en la iglesia, en cuyo lóbrego recinto la escasa claridad de una linterna luchaba trabajosamente con las oscuras y espesísimas sombras.
 —¡Por quien soy! exclamó uno de los convidados tendiendo á su alrededor la vista, que el local es de los menos á propósito del mundo para una fiesta!
 —Efectivamente, dijo otro, nos traes á conocer una dama y apenas si con mucha dificultad se ven los dedos de la mano.
 —Y sobre todo, hace un frio, que no parece sino que estamos en la Siberia, añadió un tercero arrebujándose en el capote.
 —Calma, señores, calma, interrumpió el anfitrión, calma, que á todo se proveerá. ¡Eh, muchacho! prosiguió dirigiéndose á uno de sus asistentes; busca por ahí un poco de leña y enciéndenos una buena fogata en la capilla mayor.
 El asistente, obedeciendo las órdenes de su capitán, comenzó á descargar golpes en la sillería del coro, y después que hubo reunido una gran cantidad de leña que fué apilando al pié de las gradas del presbiterio, tomó la linterna y se dispuso á hacer un auto de fé con aquellos fragmentos tallados de riquísimas labores, entre los que se veían por aquí parte de una columnilla salomónica, por allá la imagen de un santo abad, el torso de una mujer ó la disforme cabeza de un grifo asomado entre ojarasca.
 A los pocos minutos, una gran claridad que de improviso se derramó por todo el ámbito de la iglesia, anunció á los oficiales que había llegado la hora de comenzar el festín.
 El capitán, que hacía los honores de su alojamiento con la misma ceremonia que hubiera hecho los de su casa, exclamó dirigiéndose á los convidados:
 —Si gustáis pasaremos al ‘’buffet.
 Sus camaradas, afectando la mayor gravedad, respondieron á la invitación con un cómico saludo y se encaminaron á la capilla mayor precedidos del héroe de la fiesta, que al llegar á la escalinata se detuvo un instante, y extendiendo la mano en dirección al sitio que ocupaba la tumba, les dijo con la finura mas esquisita:
 —Tengo el placer de presentaros á la dama de mis pensamientos. Creo que convendreis conmigo en que no he exagerado su belleza.
 Los oficiales volvieron los ojos al punto que les señalaba su amigo, y una exclamacion de asombro se escapó involuntariamente de todos los labios.
 En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía mas soberanamente hermosa.
 —En verdad que es un angel! esclamó uno de ellos.
 —Lástima que sea de mármol! añadió otro.
 —No hay duda que aunque no sea mas que la ilusión de hallarse junto á una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche.
 —¿Y no sabeis quién es ella? preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán que sonreía satisfecho de su triunfo.
 —Recordando un poco del latín que en mi niñez supe, he conseguido, á duras penas, descifrar la inscripción de la tumba, contestó el interpelado; y á lo que he podido colegir pertenece á un título de Castilla, famoso guerrero que hizo la campaña de Italia con el Gran Capitán; su nombre lo he olvidado, mas su esposa, que es la que veis, se llama doña Elvira de Castañeda, y por mi fé, que si la copia se parece al original, debió ser la mujer mas notable de su siglo.
 Después de estas breves explicaciones, los convidados, que no perdían de vista el principal objeto de la reunión, procedieron á destapar algunas de las botellas, y sentándose alrededor de la lumbre, empezó á andar el vino á la ronda.
 A medida que las libaciones se hacían mas numerosas y frecuentes, y el vapor del espumoso Champagne comenzaba á trastornar las cabezas, crecían la animación, el ruido y la algazara de los jóvenes, de los cuales estos arrojaban á los monjes de granito adosados á los pilares, los cascos de las botellas vacías, y aquellos cantaban á toda voz canciones báquicas y escandalosas, mientras los de mas allá prorrumpían en carcajadas, batían las palmas en señal de aplauso ó disputaban entre sí con blasfemias y juramentos.
 El capitan bebía en silencio como un desesperado, y sin apartar los ojos de la estatua de doña Elvira.
 Iluminada por el rojizo resplandor de la hoguera, y á través del confuso velo que la embriaguez había puesto delante de su vista, parecíale que la marmórea imagen se trasformaba á veces en una mujer real; parecíale que entreabría los labios como murmurando una oración; que se alzaba su pecho como oprimido y sollozante; que cruzaba las manos con mas fuerza; que sus mejillas se coloreaban, en fin, como si se ruborizase ante aquel sacrílego y repugnante espectáculo.
 Los oficiales que advirtieron la taciturna tristeza de su camarada, le sacaron del éxtasis en que se encontraba sumergido, y presentándole una copa, esclamaron en coro: ¡Vamos, brindad vos que sois el único que no lo ha hecho en toda la noche!
 El jóven tomó la copa, y poniéndose de pié y alzándola en alto, dijo encarándose con la estatua del guerrero arrodillado junto á doña Elvira:
 —Brindo por el Emperador, y brindo por la fortuna de sus armas, merced á las cuales hemos podido venir hasta el fondo de Castilla á cortejarle su mujer en su misma tumba, á un vencedor de Cerinola!
 Los militares acojieron el brindis con una salva de aplausos, y el capitán, balanceándose, dio algunos pasos hácia al sepulcro.
 —No... prosiguió dirigiéndose siempre á la estátua del guerrero, y con esa sonrisa estúpida propia de la embriaguez... no creas que te tengo rencor alguno porque veo en tí un rival... Al contrario, te admiro como á un marido paciente ejemplo de longanimidad y mansedumbre, y á mi vez quiero también ser generoso. Tu serías bebedor á fuer de soldado... no se ha de decir que te he dejado morir de sed, viéndonos vaciar veinte botellas... toma!
 Y esto diciendo llevóse la copa á los labios, y después de humedecérselos en el licor que contenía, le arrojó el resto á la cara prorrumpiendo en una carcajada estrepitosa, al ver como caía el vino sobre la tumba goteando de las barbas de piedra del inmóvil guerrero.
 —¡Capitán! esclamó en aquel punto uno de sus camaradas en tono de zumba, cuidado con lo que haceis.... Mirad que esas bromas con la gente de piedra suelen costar caras... Acordaos de lo que aconteció á los húsares del 5.º en el monasterio de Poblet... Los guerreros del claustro, dicen que pusieron mano una noche á sus espadas de granito y dieron que hacer á los que se entretenían en pintarles bigotes con carbón.
 Los jóvenes acogieron con grandes carcajadas esta ocurrencia; pero el capitán, sin hacer caso de sus risas continuó siempre fijo en la misma idea.
 —Creeis que yo le hubiera dado el vino á no saber que se tragaba al menos el que le cayese en la boca..., ¡Oh!... no! yo no creo como vosotros que esas estátuas son un pedazo de mármol tan inerte hoy como el dia que lo arrancaron de la cantera. Indudablemente el artista, que es casi un Dios, le da á su obra un soplo de vida que no logra hacer que ande y se mueva, pero que le infunde una vida incomprensible y estraña; vida que yo no me explico bien, pero que la siento, sobre todo cuando bebo un poco.
 —Magnífico! esclamaron sus camaradas, bebe y prosigue.
 El oficial bebió, y fijando los ojos en la imágen de doña Elvira prosiguió con una exaltación creciente:
 —Miradla!... miradla!... ¿no veis esos cambiantes rojos de sus carnes mórbidas y trasparentes?... ¿No parece que por debajo de esa lijera epidermis azulada y suave de alabastro circula un fluido de luz color de rosa?... ¿queréis mas vida?... ¿queréis mas realidad?
 —¡Oh! sí, seguramente, dijo uno de los que le escuchaban; quisieramos que fuese de carne y hueso.
 —¡Carne y hueso!... ¡Miseria, podredumbre!... exclamó el capitán... Yo he sentido en una orgía arder mis lábios y mi cabeza; yo he sentido este fuego que corre por las venas, hirviente como la lava de un volcan, cuyos vapores caliginosos turban y trastornan el cerebro y hacen ver visiones estrañas. Entonces el beso de esas mujeres materiales me quemaba como un hierro candente, y las apartaba de mí con disgusto, con horror, hasta con asco, porque entonces, como ahora, necesitaba un soplo de brisa del mar para mi frente calurosa, beber hielo y besar nieve... nieve teñida de suave luz, nieve colorada por un dorado rayo de sol... una mujer blanca, hermosa y fria, como esa mujer de piedra que parece incitarme con su fantástica hermosura, que parece que oscila al compás de la llama, y me provoca entreabriendo sus labios y ofreciéndome un tesoro de amor... ¡Oh!... sí... un beso... solo un beso tuyo podrá calmar el ardor que me consume.
 —Capitán! exclamaron algunos de los oficiales al verle dirigirse hacia la estatua como fuera de sí, estraviada la vista y con pasos inseguros... ¿qué locura vais á hacer? Basta de broma y dejad en paz á los muertos!
 El jóven ni oyó siquiera las palabras de sus amigos y tambaleando y como pudo llegó á la tumba, y aproximóse á la estatua, pero al tenderle los brazos resonó un grito de horror en el templo. Arrojando sangre por ojos, boca y nariz, había caído desplomado y con la cara deshecha al pié del Sepulcro.
 Los oficiales, mudos y espantados, ni se atrevían á dar un paso para prestarle socorro.
 En el momento en que su camarada intentó acercar sus labios ardientes á los de doña Elvira, habían visto al inmóvil guerrero levantar la mano y derribarle con una espantosa bofetada de su guantelete de piedra.


     Gustavo Adolfo Bécquer

El rey de Castilla marchaba a la guerra de moros, y para combatir con los enemigos de la religión había apelado en son de guerra a todo lo más florido de la nobleza de sus reinos. Las silenciosas calles de Toledo resonaban noche y día con el marcial rumor de los atabales y los clarines, y ya en la morisca puerta de Visagra, ya en la de Valmardón o en la embocadura del antiguo puente de San Martín, no pasaba hora sin que se oyese el ronco grito de los centinelas anunciando la llegada de algún caballero que, precedido de su pendón señorial y seguido de jinetes y peones, venía a reunirse al grueso del ejército castellano.

El tiempo que faltaba para emprender el camino de la frontera y concluir de ordenar las huestes reales discurría en medio de fiestas públicas, lujosos convites y lucidos torneos, hasta que, llegada, al fin, la víspera del día señalado de antemano por su alteza para la salida del ejército, se dispuso un postrer sarao, con el que debieran terminar los regocijos.

La noche del sarao, el alcázar de los reyes ofrecía un aspecto singular. En los anchurosos patios, alrededor de inmensas hogueras y diseminados sin orden ni concierto, se veía una abigarrada multitud de pajes, soldados, ballesteros y gente menuda, que éstos aderezando sus corceles y sus armas y disponiéndolos para el combate; aquéllos saludando con gritos o blasfemias las inesperadas vueltas de la fortuna, personificada en los dados del cubilete; los otros repitiendo en coro el refrán de un romance de guerra que entonaba un juglar, acompañado de la guzla; los de más allá comprando a un romero conchas, cruces y cintas tocadas en el sepulcro de Santiago, o riendo con locas carcajadas de los chistes de un bufón, o ensayando en los clarines el aire bélico para entrar en la pelea, propio de sus señores, o refiriendo antiguas historias de caballerías o aventuras de amor, o milagros recientemente acaecidos, formaban un infernal y atronador conjunto, imposible de pintar con palabras.

Sobre aquel revuelto océano de cantares de guerra, rumor de martillos que golpeaban los yunques, chirridos de limas que mordían el acero, piafar de corceles, voces descompuestas, risas inextinguibles, gritos desaforados, notas destempladas, juramentos y sonidos extraños y discordes, flotaban a intervalos, como un soplo de brisa armoniosa, los lejanos acordes de la música del sarao.

Éste, que tenía lugar en los salones que formaban el segundo cuerpo del alcázar, ofrecía, a su vez, un cuadro, si no tan fantástico y caprichoso, más deslumbrador y magnífico.

Por las extensas galerías que se prolongaban a lo lejos, formando un intricado laberinto de pilastras esbeltas y ojivas caladas y ligeras como el encaje; por los espaciosos salones vestidos de tapices, donde la seda y el oro habían representado con mil colores diversos, escenas de amor, de caza y de guerra, y adornados con trofeos de armas y escudos, sobre los cuales vertían un mar de chispeante luz un sinnúmero de lámparas y de candelabros de bronce, palta y oro, colgadas aquéllas de las altísimas bóvedas y enclavados éstos en los gruesos sillares de los muros; por todas partes adonde se volvían los ojos se veían oscilar y agitarse en distintas direcciones una nube de damas hermosas con ricas vestiduras chapadas en oro, redes de perlas aprisionando sus rizos, joyas de rubíes llameando sobre su seno, plumas sujetas en vaporoso cerco a un mango de marfil, colgadas del puño, y rostrillos de blancos encajes que acariciaban sus mejillas, o alegres turbas de galanes con talabartes de terciopelo, justillos de brocado y calzas de seda, borceguíes de tafilete, capotillos de mangas perdidas y caperuza, puñales con pomo de filigrana y estoques de corte, bruñidos, delgados y ligeros.

Pero entre esta juventud brillante y deslumbradora, que los ancianos miraban desfilar con una sonrisa de gozo, sentados en los altos sitiales de alerce que rodeaban el estrado real, llamaba la atención por su belleza incomparable una mujer, aclamada reina de la hermosura en todos los torneos y las cortes de amor de la época, cuyos colores habían adoptado por empresa los caballeros más valientes, cuyos encantos eran asunto de las coplas de los trovadores más versados en la ciencia del gay saber, a la que se volvían con asombro todas las miradas, por la que suspiraban en secreto todos los corazones; alrededor de la cual se veían agruparse con afán, como vasallos humildes en torno de su señora, los más ilustres vástagos de la nobleza toledana, reunida en el sarao de aquella noche.

Los que asistían de continuo a formar el séquito de presuntos galanes de doña Inés de Tordesillas, que tal era el nombre de esta celebrada hermosura, a pesar de su carácter altivo y desdeñoso, no desmayaban jamás en sus pretensiones; y éste animado con una sonrisa que había creído adivinar en sus labios, aquél con una mirada benévola que juzgaba haber sorprendido en sus ojos; el otro, con una palabra lisonjera, un ligerísimo favor o una promesa remota, cada cual esperaba en silencio ser el preferido. Sin embargo, entre todos ellos había dos que más particularmente se distinguían por su asiduidad y rendimiento, dos, que, al parecer, si no los predilectos de la hermosa, podrían calificarse de los más adelantados en el camino de su corazón. Estos dos caballeros, iguales en cuna, valor y nobles prendas, servidores de un mismo rey y pretendientes de una misma dama, llamábanse Alonso de Carrillo, el uno, y el otro, Lope de Sandoval.

Ambos habían nacido en Toledo; juntos habían hecho sus primeras armas, y en un mismo día, al encontrarse sus ojos con los de doña Inés, se sintieron poseídos de un secreto y ardiente amor por ella, amor que germinó algún tiempo retraído y silencioso, pero que al cabo comenzaba a descubrirse y a dar involuntarias señales de existencia en sus acciones y discursos.

En los torneos de Zocodover, en los juegos florales de la corte, siempre que se les había presentado coyuntura para rivalizar entre sí en gallardía o donaire, se habían aprovechado con afán ambos caballeros, ansiosos de distinguirse a los ojos de su dama; y aquella noche, impelidos, sin duda, por un mismo afán, trocando los hierros por las plumas y las mallas por los brocados y la seda, de pie junto al sitial donde ella se reclinó un instante después de haber dado una vuelta por los salones, comenzaron una elegante lucha de frases enamoradas e ingeniosas, epigramas embozados y agudos.

Los astros menores de esta brillante constelación, formando un dorado semicírculo en torno de ambos galanes, reían y esforzaban las delicadas burlas; y la hermosa objeto de aquel torneo de palabras aprobaba con una imperceptible sonrisa los conceptos escogidos o llenos de intención que ora salían de los labios de sus adoradores como una ligera onda de perfume que halagaba su vanidad, ora partían como una saeta aguda que iba a buscar, para clavarse en él, el punto más vulnerable del contrario: su amor propio.

Ya el cortesano combate de ingenio y galanura comenzaba a hacerse de cada vez más crudo; las frases eran aún corteses en la forma, pero breves, secas, y al pronunciarlas, si bien las acompañaba una ligera dilatación de los labios, semejante a una sonrisa, los ligeros relámpagos de los ojos imposibles de ocultar, demostraban que la cólera hervía comprimida en el seno de ambos rivales.

La situación era insostenible. La dama lo comprendió así, y levantándose del sitial se disponía a volver a los salones, cuando un nuevo incidente vino a romper la valla del respetuoso comedimiento en que se contenían los dos jóvenes enamorados. Tal vez con intención, acaso por descuido, doña Inés había dejado sobre su falda uno de los perfumados guantes, cuyos botones de oro se entretenía en arrancar uno a uno mientras duró la conversación. Al ponerse de pie, el guante resbaló por entre los anchos pliegues de seda y cayó en la alfombra. Al verlo caer, todos los caballeros que formaban su brillante comitiva se inclinaron presurosos a recogerlo, disputándose el honor de alcanzar un leve movimiento de cabeza en premio de su galantería.

Al notar la precipitación con que todos hicieron el ademán de inclinarse, una impecable sonrisa de vanidad satisfecha asomó a los labios de la orgullosa doña Inés, que después de hacer un saludo general a los galanes que tanto empeño mostraban en servirla, sin mirar apenas y con la mirada alta y desdeñosa, tendió la mano para recoger el guante en la dirección en que se encontraban Lope y Alonso, los primeros que parecían haber llegado al sitio en que cayera.

En efecto, ambos jóvenes habían visto caer el guante cerca de sus pies; ambos se habían inclinado con igual presteza a recogerle, y al incorporarse, cada cual lo tenía asido por un extremo. Al verlos inmóviles, desafiándose en silencio con la mirada y decididos ambos a no abandonar el guante que acababan de levantar del suelo, la dama dejó escapar un grito leve e involuntario, que ahogó el murmullo de los asombrados espectadores, los cuales presentían una escena borrascosa que en el alcázar, y en presencia del rey, podría calificarse de un horrible desacato.

No obstante, Lope y Alonso permanecían impasibles, mudos, midiéndose con los ojos, de la cabeza a los pies, sin que la tempestad de sus almas se revelase más que por un ligero temblor nervioso que agitaba sus miembros como si se hallasen acometidos de una repentina fiebre.

Los murmullos y las exclamaciones iban subiendo de punto; la gente comenzaba a agruparse en torno de los actores de escena; doña Inés, o aturdida o complaciéndose en prolongarla, daba vueltas de un lado a otro, como buscando dónde refugiarse y evitar las miradas de la gente, que cada vez acudía en mayor número. La catástrofe era ya segura; los dos jóvenes habían ya cambiado algunas palabras en voz sorda, y mientras que con la una mano sujetaban el guante con una fuerza convulsiva, parecían ya buscar instintivamente con la otra el puño de oro de sus dagas, cuando se entreabrió respetuosamente el grupo que formaban los espectadores y apareció el rey.

Su frente estaba serena; ni había indignación en su rostro ni cólera en su ademán.

Tendió una mirada alrededor, y esta sola mirada fue bastante para darle a conocer lo que pasaba. Con toda la galantería del doncel más cumplido, tomó el guante de las manos de los caballeros, que, como movidas por un resorte, se abrieron si dificultad al sentir en contacto de la del monarca y volviéndose a doña Inés de Tordesillas, que apoyada en el brazo de una dueña parecía próxima a desmayarse, exclamó, presentándolo, con acento, aunque templado, firme:

-Tomad, señora, y cuidad de no dejarlo caer en otra ocasión donde al devolvéroslo, os lo devuelvan manchado en sangre.

Cuando el rey terminó de decir estas palabras, doña Inés, no acertaremos a decir si a impulsos de la emoción o por salir más airosa del paso, se había desvanecido en brazos de los que la rodeaban.

Alonso y Lope, el uno estrujando en silencio entre sus manos el birrete de terciopelo, cuya pluma arrastraba por la alfombra, y el otro mordiéndose los labios hasta hacerse brotar la sangre, se clavaron una mirada tenaz e intensa.

Una mirada en aquel lance equivalía a un bofetón, a un guante arrojado al rostro, aun desafío a muerte. Al llegar la medianoche, los reyes se retiraron a su cámara. Terminó el sarao, y los curiosos de la plebe, que aguardaban con impaciencia este momento formando grupos y corrillos en las avenidas de palacio, corrieron a estacionarse en la cuesta del alcázar, los Miradores y el Zocodover.

Durante una o dos horas, en las calles inmediatas a estos puntos reinó un bullicio, una animación y un movimiento indescriptibles. Por todas partes se veían cruzar escuderos caracoleando en sus corceles ricamente enjaezados, reyes de armas con lujosas casullas llenas de escudos y blasones, timbaleros vestidos de colores vistosos, soldados cubiertos de armaduras resplandecientes, pajes con capotillos de terciopelo y birretes coronados de plumas, y servidores de a pie que precedían las lujosas literas y las andas cubiertas e ricos paños, llevando en sus manos grandes hachas encendidas, a cuyo rojizo resplandor podía verse a la multitud que, con cara atónita, labios entreabiertos y ojos espantados, miraba desfilar con asombro a todo lo mejor de la nobleza castellana, rodeada en aquella ocasión de un fausto y un esplendor fabulosos.

Luego, poco a poco fue cesando el ruido y la animación; los vidrios de colores de las altas ojivas del palacio dejaron brillar; atravesó entre los apiñados grupos la última cabalgata; la gente del pueblo, a su vez, comenzó a dispersarse en todas direcciones, perdiéndose entre las sombras del enmarañado laberinto de calles oscuras, estrechas y torcidas, y ya no turbaba el profundo silencio de la noche más que el grito lejano de vela de algún guerrero, el rumor de los pasos de algún curioso que se retiraba el último o el ruido que producían las albadas de algunas puertas al cerrarse, cuando en lo alto de la escalinata que conducía a la plataforma del palacio apareció un caballero, el cual, después de tender la vista por todos los lados, como buscando a alguien que debía esperarlo, descendió lentamente hacia la cuesta del alcázar, por la que se dirigió hacia el Zocodover.

Al llegar a la plaza de este nombre se detuvo un momento y volvió a pasear la mirada a su alrededor. La noche estaba oscura; no brillaba una sola estrella en el cielo, ni en toda la plaza se veía una sola luz, no obstante, allá a lo lejos, y en la misma dirección en que comenzó a percibirse un ligero ruido como de pasos que iban aproximándose, creyó distinguir el bulto de un hombre: sin duda, el mismo a quien parecía aguardaba con tanta impaciencia.

El caballero que acababa de abandonar el alcázar para dirigirse a Zocodover era Alonso Carrillo, que, en razón al puesto de honor que desempeñaba cerca de la persona del rey, había tenido que acompañarle en su cámara hasta aquellas horas. El que, saliendo de entre las sombras de los arcos que rodeaban la plaza, vino a reunírsele, Lope de Sandoval. Cuando los dos caballeros se hubieron reunido cambiaron algunas frases en voz baja.

-Presumí que me aguardabas -dijo el uno.

-Esperaba que lo presumirías -contestó el otro.

-¿Y adónde iremos?

-A cualquier parte donde se puedan hallar cuatro palmos de terreno donde revolverse y un rayo de claridad que nos alumbre.

Terminado este brevísimo diálogo, los dos jóvenes se internaron por una de las estrechas calles que desembocan en el Zocodover, desapareciendo en la oscuridad como esos fantasmas de la noche que, después de aterrar un instante al que los ve, se deshacen en átomos de niebla y se confunden en el seno de las sombras.

Largo rato anduvieron dando vueltas a través de las calles de Toledo, buscando un lugar a propósito para terminar sus diferencias; pero la oscuridad de la noche era tan profunda, que el duelo parecía imposible. No obstante, ambos deseaban batirse, y batirse antes que rayase el alba, pues al amanecer debían partir las huestes reales, y Alonso con ellas.

Prosiguieron, pues, cruzando al azar plazas desiertas, pasadizos sombríos, callejones estrechos y tenebrosos, hasta que, por último, vieron brillar a lo lejos una luz, una luz pequeña y moribunda, en torno a la cual la niebla formaba un cerco de claridad fantástica y dudosa.

Habían llegado a la calle del Cristo, y la luz que se divisaba en uno de sus extremos parecía ser la del farolillo que alumbraba en aquella época, y alumbra aún, a la imagen que le da su nombre.

Al verla, ambos dejaron escapar una exclamación de júbilo y, apresurando el paso en su dirección, no tardaron mucho en encontrarse junto al retablo en que ardía.

Un arco rehundido en el muro, en el fondo del cual se veía la imagen del Redentor enclavado en la cruz y con una calavera al pie; un tosco cobertizo de tablas que lo defendía de la intemperie, y el pequeño farolillo colgado de una cuerda, que lo iluminaba débilmente, vacilando al impulso del aire, formaban todo el retablo, alrededor del cual colgaban algunos festones de yedra que habían crecido entre los oscuros y rotos sillares, formando una especie de pabellón de verdura.

Los caballeros, después de saludar respetuosamente a la imagen de Cristo quitándose los birretes y murmurando en voz baja una corta oración, reconocieron el terreno con una ojeada, echaron a tierra sus mantos, y apercibiéndose mutuamente para el combate y dándose la señal con un leve movimiento de cabeza, cruzaron los estoques. Pero apenas se habían tocado los aceros, y antes que ninguno de los combatientes hubiese podido dar un solo paso o intentar un golpe, la luz se apagó de repente y la calle quedó sumida en la oscuridad más profunda. Como guiados de un mismo pensamiento, y al verse rodeados de repentinas tinieblas, los dos combatientes dieron un paso atrás, bajaron la suelo las puntas de sus espadas y levantaron los ojos hacia el farolillo, cuya luz, momentos antes apagada, volvió a brillar de nuevo al punto en que hicieron ademán de suspender la pelea.

-Será alguna ráfaga de aire que ha abatido la llama al pasar -exclamó Carrillo, volviendo a ponerse en guardia y previniendo con una voz a Lope, que parecía preocupado.

Lope dio un paso adelante para recuperar el terreno perdido, tendió el brazo y los aceros se tocaron otra vez; mas, al tocarse, la luz se tornó a apagar por sí misma, permaneciendo así mientras no se separaron los estoques.

-En verdad que esto es extraño -murmuró Lope, mirando al farolillo, que espontáneamente había vuelto a encenderse y se mecía con lentitud en el aire, derramando una claridad trémula y extraña sobre el amarillo cráneo de la calavera colocada a los pies del Cristo.

-¡Bah! -dijo Alonso-. Será la beata encargada de cuidar del farol del retablo sisa a los devotos y escasea el aceite, por la cual la luz, próxima la morir, luce y se oscurece a intervalos en señal de agonía.

Y dichas estas palabras, el impetuoso joven tornó a colocarse en actitud de defensa. Su contrario le imitó; pero esta vez no tan solo volvió a rodearlos una sombra espesísima e impenetrable, sino que la mismo tiempo hirió sus oídos el eco profundo de una voz misteriosa, semejante a esos largos gemidos del vendaval, que parece que se queja y articula palabras al correr aprisionado por las torcidas, estrechas y tenebrosas calles de Toledo.

Qué dijo aquella voz medrosa y sobrehumana, nunca pudo saberse; pero al oírla ambos jóvenes se sintieron poseídos de tan profundo terror, que las espadas se escaparon de sus manos, el cabello se les erizó y por sus cuerpos, que estremecía un temblor involuntario, y por sus frentes, pálidas y descompuestas, comenzó a correr un sudor frío como el de la muerte.

La luz, por tercera vez apagada, por tercera vez volvió a resucitar, y las tinieblas se disiparon.

-Ah! -exclamó Lope al ver a su contrario entonces, y en otros días su mejor amigo, asombrado como él, como él pálido e inmóvil-. Dios no quiere permitir este combate, porque es una lucha fraticida, porque un combate entre nosotros ofende al cielo ante el cual nos hemos jurado cien veces una amistad eterna.

Y esto diciendo, se arrojó en los brazos de Alonso, que le estrechó entre los suyos con una fuerza y una efusión indecibles.

Pasados algunos minutos, durante los cuales ambos jóvenes se dieron toda clase de muestras de amistad y cariño, Alonso tomó la palabra, y con acento conmovido aún por la escena que acabamos de referir, exclamó, dirigiéndose a su amigo:

-Lope, yo sé que amas a doña Inés; ignoro si tanto como yo, pero la amas. Puesto que un duelo entre nosotros es imposible, resolvámonos a encomendar nuestra suerte en sus manos. Vamos en su busca: que ella decida con libre albedrío cuál ha de ser el dichoso, cuál el infeliz. Su decisión será respetada por ambos, y el que no merezca sus favores, mañana saldrá con el rey de Toledo, e irá a buscar el consuelo del olvido en la agitación de la guerra.

-Pues que tú lo quieres, sea -contestó Lope.

Y el uno apoyado en el brazo del otro, los dos amigos se dirigieron hacia la catedral, en cuya plaza, y en un palacio del que ya no quedan ni aun los restos, habitaba doña Inés de Tordesillas.

Estaba a punto de rayar el alba, y como algunos de los deudos de doña Inés, sus hermanos entre ellos, marchaban al otro día con el ejército real, no era imposible que en las primeras horas de la mañana pudiesen penetrar en su palacio.

Animados con esta esperanza, llegaron, en fin, al pie de la gótica torre del templo; mas al llegar a aquel punto un ruido particular llamó su atención, y deteniéndose en uno de los ángulos, ocultos entre la sombra de los altos machones que flaquean los muros, vieron, no sin grande asombro, abrirse el balcón del palacio de su dama, aparecer en él un hombre que se deslizó hasta el suelo, al parecer con la ayuda de una cuerda, y, por último, una forma blanca, doña Inés, sin duda, que, inclinándose sobre el calado antepecho, cambió algunas tiernas frases de despedida con su misterioso galán.

El primer movimiento de los dos jóvenes fue llevar las manos al puño de sus espadas; pero, deteniéndose como heridos de una idea súbita, volvieron los ojos a mirarse, y se hubieron de encontrar con una cara de asombro, tan cómica, que ambos prorrumpieron en una ruidosa carcajada, carcajada que, repitiéndose de eco en eco en el silencio de la noche, resonó en toda la plaza y llegó hasta el palacio.

Al oírla, la forma blanca desapareció del balcón, se escuchó el ruido de las puertas, que se cerraron con violencia, y todo volvió a quedar en silencio.

Al dia siguiente, la reina, colocada en un estrado lujosísimo, veía desfilar las huestes que marchaban a la guerra de moros, teniendo a su lado a las damas más principales de Toledo. Entre ellas estaba doña Inés de Tordesillas, en la que aquel día, como siempre, se fijaban todos los ojos; pero, según a ella le parecía advertir, con diversa expresión de la costumbre. Diríase que en todas las curiosas miradas que a ella se volvían retozaba una sonrisa burlona.

Este descubrimiento no dejaba de inquietarla algo, sobre todo teniendo en cuenta las ruidosas carcajadas que la noche anterior había creído percibir a lo lejos y en uno de los ángulos de la plaza, cuando cerraba el balcón y despedía a su amante; pero al mirar aparecer entre las filas de los combatientes, que pasaban por debajo del estrado lanzando chispas de fuego de sus brillantes armaduras y envueltos en una nube de polvo los pendones reunidos de las casas de Carrillo y Sandoval; al ver la significativa sonrisa que la saludar a la reina le dirigieron los dos antiguos rivales, que cabalgaban juntos, todo lo adivinó, y la púrpura de la vergüenza enrojeció su frente y brilló en sus ojos una lágrima de despecho.

Gustavo Adolfo Bécquer 

 

Una tarde de verano, y en un jardín de Toledo, me refirió esta singular historia una muchacha muy buena y muy bonita.

Mientras me explicaba el misterio de su forma especial, besaba las hojas y los pistilos que iba arrancando, uno a uno, de la flor que da nombre a esta leyenda.

Si yo la pudiera referir con el suave encanto y la tierna sencillez que tenía en su boca, os conmovería como a mí me conmovió, la historia de la infeliz Sara.

Ya que esto no es posible, ahí va lo que de esa piadosa tradición se me acuerda en este instante.

En una de las callejas más oscuras y tortuosas de la ciudad imperial, empotrada y casi escondida entre la alta torre morisca de una antigua parroquia mozárabe y los sombríos y blasonados muros de una casa solariega, tenía hace muchos años su habitación raquítica, tenebrosa y miserable como su dueño, un judío llamado Daniel Leví.

Era este judío rencoroso y vengativo, como todos los de su raza, pero más que ninguno engañador e hipócrita.

Dueño, según los rumores del vulgo, de una inmensa fortuna, veíasele, no obstante, todo el día acurrucado en el sombrío portal de su vivienda, componiendo y aderezando cadenillas de metal, cintos viejos o guarniciones rotas, con las que traía un gran tráfico entre los truhanes de Zocodover, las revendedoras del Postigo y los escuderos pobres.

Aborrecedor implacable de los cristianos y de cuanto a ellos pudiera pertenecer, jamás pasó junto a un caballero principal o un canónigo de la primada sin quitarse una y hasta diez veces el mugriento bonetillo que cubría su cabeza calva y amarillenta, ni acogió en su tenducho a uno de sus habituales parroquianos sin agobiarlo a fuerza de humildes salutaciones, acompañadas de aduladoras sonrisas.

La sonrisa de Daniel había llegado a hacerse proverbial en todo Toledo, y su mansedumbre, a prueba de las jugarretas más pesadas y las burlas y rechiflas de sus vecinos, no conocían limites.

Inútilmente los muchachos, para desesperarlo, tiraban piedras a su tugurio; en vano los pajecillos y hasta los hombres de armas del próximo palacio pretendían aburrirlo, llamándole con los nombres más injuriosos, o las viejas devotas de la feligresía se santiguaban al pasar por el umbral de su puerta, como si viesen al mismo Lucifer en persona.

Daniel sonreía eternamente, con una sonrisa extraña e indescriptible. Sus labios delgados y hundidos se dilataban a la sombra de su nariz desmesurada y corva como el pico de un aguilucho, y aunque de sus ojos pequeños, redondos y casi ocultos entre las espesas cejas, brotaba una chispa de mal reprimida cólera, seguía impasible golpeando con su martillito de hierro el yunque donde aderezaba las mil baratijas mohosas y, al parecer, sin aplicación alguna, de que se componía su tráfico.

Sobre la puerta de la casucha del judío, y dentro de un marco de azulejos de vivos colores, se abría un ajimez árabe, resto de las antiguas construcciones de los moros toledanos. Alrededor de las caladas franjas del ajimez, y enredándose por la columnilla de mármol que lo partía en dos huecos iguales, subía desde el interior de la vivienda una de esas plantas trepadoras que se mecen verdes y llenas de savia y lozanía sobre los ennegrecidos muros de los edificios ruinosos.

En la parte de la casa que recibía una dudosa luz por los estrechos vanos de aquel ajimez, único abierto en el musgoso y agrietado paredón de la calleja, habitaba Sara, la hija predilecta de Daniel.

Cuando los vecinos del barrio pasaban por delante de la tienda del judío y veían por casualidad a Sara tras las celosías de su ajimez morisco y a Daniel acurrucado junto a su yunque, exclamaban en alta voz, admirados de las perfecciones de la hebrea:

-¡Parece mentira que tan ruin tronco haya dado tan hermoso vástago!

Porque, en efecto, Sara era un prodigio de belleza. Tenía los ojos grandes y rodeados de un sombrío cerco de pestañas negras, en cuyo fondo brillaba el punto de luz de su ardiente pupila como una estrella en el cielo de una noche oscura. Sus labios, encendidos y rojos parecían recortados hábilmente de un paño de púrpura por las invisibles manos de un hada. Su tez era blanca, pálida y transparente como el alabastro de la estatua de un sepulcro. Contaba apenas dieciséis años, y ya se veía grabada en su rostro esa dulce tristeza de las inteligencias precoces, y ya hinchaban su seno y se escapaban de su boca esos suspiros que anuncian el vago despertar del deseo.

Los judíos más poderosos de la ciudad, prendados de su maravillosa hermosura, la habían solicitado para esposa; pero la hebrea, insensible a los homenajes de sus adoradores y a los consejos de su padre, que instaba para que eligiese un compañero antes de quedar sola en el mundo, se mantenía encerrada en un profundo silencio, sin dar más razón de su extraña conducta que el capricho de permanecer libre.

Al fin, un día, cansado de sufrir los desdenes de Sara y sospechando que su eterna tristeza era indicio cierto de que su corazón abrigaba algún secreto importante, uno de sus adoradores se acercó a Daniel y dijo:

-¿Sabes, Daniel, que entre nuestros hermanos se murmura de tu hija?

El judío levantó un instante los ojos de su yunque, suspendió su continuo martilleo, y sin mostrar la menor emoción, preguntó a su interpelante:

-¿Y qué dicen de ella?

-Dicen -prosiguió su interlocutor-, dicen... ¡Qué sé yo! Muchas cosas... Entre ellas, que tu hija está enamorada de un cristiano.

Al llegar a este punto, el desdeñado amante de Sara se detuvo para ver el efecto que sus palabras hacían en Daniel.

Daniel levantó de nuevo sus ojos, lo miró un rato fijamente, sin decir palabra, y, bajando otra vez la vista para seguir su interrumpida tarea, exclamó:

-¿Y quién dice que eso no es una calumnia?

-Quien los ha visto conversar más de una vez en esta misma calle, mientras tú asistes al oculto sanedrín de nuestros rabinos -insistió el joven hebreo, admirado de que sus sospechas primero, y después sus afirmaciones, no hiciesen mella en el ánimo de Daniel.

Este, sin abandonar su ocupación, fija la mirada en el yunque, sobre el que después de dejar a un lado el martillo se ocupaba en bruñir el broche de metal de una guarnición con una pequeña lima, comenzó a hablar en voz baja y entrecortada, como si maquinalmente fuesen repitiendo sus labios las ideas que cruzaban por su mente.

-¡Je, je, je! -decía, riéndose de una manera extraña y diabólica-. ¿Con que a mi Sara, al orgullo de la tribu, al báculo en que se apoya mi vejez, piensa arrebatármela un perro cristiano? ¿Y vosotros creéis que lo hay? ¡Je!, ¡je! -continuaba, siempre hablando para sí y siempre riéndose mientras la lima chirriaba cada vez con más fuerza, mordiendo el metal con sus dientes de acero-. ¡Je! ¡Je! Pobre Daniel, dirán los míos, ¡ya chochea! ¿Para qué quiere ese viejo moribundo y decrépito esa hija tan hermosa y tan joven, si no sabe guardarla de los codiciosos ojos de nuestros enemigos?... ¡Je! ¿Crees tú, por ventura, que Daniel duerme? ¿Crees tú, por ventura, que si mi hija tiene un amante..., que bien pudiera ser, y ese amante es cristiano y procura seducirla, y la seduce, que todo es posible, y proyecta huir con ella, que también es fácil, y huye mañana, por ejemplo, lo cual cabe dentro de lo humano, crees tú que Daniel se dejara arrebatar su tesoro?... ¿Crees tú que no sabrá vengarse?

-Pero -exclamó interrumpiéndole el joven-, ¿sabéis acaso...?

-Sé -dijo Daniel levantándose y dándole un golpecito en la espalda-, sé más que tú, que nada sabes ni nada sabrías si no hubiese llegado la hora de decirlo todo... Adiós; avisa a nuestros hermanos para que cuanto antes se reúnan. Esta noche, dentro de una o dos horas, yo estaré con ellos. ¡Adiós!

Y esto diciendo, Daniel empujó suavemente a su interlocutor hacia la calle, recogió sus trebejos muy despacio y comenzó a cerrar con dobles cerrojos y aldabas la puerta de la tiendecilla.

El ruido que produjo ésta al encajarse rechinando sobres sus premiosos goznes impidió al que se alejaba oír el rumor de las celosías sobre el ajimez, que en aquel punto cayeron de golpe, como si la judía acabara de retirarse de su alféizar.

Era noche de Viernes Santo, y los habitantes de Toledo, después de haber asistido a las tinieblas en su magnífica catedral, acababan de entregarse al sueño o referían al amor de la lumbre consejas parecidas a las del Cristo de la Luz, que, robado por unos judíos, dejó un rastro de sangre por el cual se descubrió el crimen, o la historia del Santo Niño de la Guardia, en quien los implacables enemigos de nuestra fe renovaron la cruel Pasión de Jesús.

Reinaba en la ciudad un silencio profundo, interrumpido a intervalos, ya por las lejanas voces de los guardias nocturnos que en aquella época velaban en derredor del Alcázar, ya por los gemidos del viento, que hacía girar las veletas de las torres o zumbaba entre las torcidas revueltas de las calles, cuando el dueño de un barquichuelo que se mecía amarrado a un poste cerca de los molinos, que parecen como incrustados al pie de las rocas que baña el Tajo, y sobre las que se asienta la ciudad, vio aproximarse a la orilla, bajando trabajosamente por uno de los estrechos senderos que desde lo alto de los muros conducen al río, a una persona a quien, al parecer, aguardaba con impaciencia.

-¡Ella es! -murmuró entre dientes el barquero-. ¡No parece sino que esta noche anda revuelta toda esa endiablada raza de judíos !... ¿Dónde diantres se tendrán dada cita con Satanás, que todos acuden a mi barca, teniendo tan cerca el puente?... No, no irán a nada bueno cuando así evitan toparse de manos a boca con los hombres de armas de San Cervantes, pero, en fin, ello es que me dan buenos dineros a ganar, y a su alma su palma, que yo en nada entro ni salgo.

Esto diciendo, el buen hombre, sentándose en su barca, aparejó los remos, y cuando Sara, que no era otra la persona a quien al parecer había aguardado hasta entonces, hubo saltado al barquichuelo, soltó la amarra que lo sujetaba y comenzó a bogar en dirección a la orilla opuesta.

-¿Cuántos han pasado esta noche? -preguntó Sara al barquero apenas se hubieron alejado de los molinos y como refiriéndose a algo de que ya habían tratado anteriormente.

-Ni los he podido contar -respondió el interpelado: ¡un enjambre! Parece que esta noche será la última que se reúnen.

-¿Y sabes de qué tratan y con qué objeto abandonan la ciudad a estas horas?

-Lo ignoro...; pero ello es que aguardan a alguien que debe de llegar esta noche. Yo no sé para qué lo aguardarán, aunque presumo que para nada bueno.

Después de este breve diálogo, Sara se mantuvo algunos instantes sumida en un profundo silencio y como tratando de ordenar sus ideas. «No hay duda -pensaba entre sí-; mi padre ha sorprendido nuestro amor y prepara, alguna venganza horrible. Es preciso que yo sepa dónde van, qué hacen, qué intentan. Un momento de vacilación podría perderlo.»

Cuando Sara se puso un instante en pie, y como para alejar las horribles dudas que la preocupaban se pasó la mano por la frente, que la angustia había cubierto de un sudor glacial, la barca tocaba a la orilla opuesta.

-Buen hombre -exclamó la hermosa hebrea, arrojando algunas monedas a su conductor y señalando un camino estrecho y tortuoso que subía serpenteando por entre las rocas, ¿es ese el camino que siguen?

-Ese es, y cuando llegan a la Cabeza del Moro, desaparecen por la izquierda. Después, el diablo y ellos sabrán a dónde se dirigen -respondió el barquero.

Sara se alejó en la dirección que éste le había indicado. Durante algunos minutos se la vio aparecer y desaparecer alternativamente entre aquel oscuro laberinto de rocas oscuras y cortadas a pico después, y cuando hubo llegado a la cima llamada la Cabeza del Moro, su negra silueta se dibujó un instante sobre el fondo azul del cielo, y, por último, desapareció entre las sombras de la noche.

Siguiendo el camino donde hoy se encuentra la pintoresca ermita de la Virgen del Valle, y como a dos tiros de ballesta del picacho que el vulgo conoce en Toledo por la Cabeza del Moro, existían aún en aquella época los ruinosos restos de una iglesia bizantina, anterior a la conquista de los árabes.

En el atrio, que dibujaban algunos pedruscos diseminados por el suelo, crecían zarzales y hierbas parásitas, entre las que yacían, medio ocultas, ya el destrozado capitel de una columna, ya un sillar groseramente esculpido con hojas entrelazadas, endriagos horribles o grotescas o informes figuras humanas. Del templo sólo quedaban en pie los muros laterales y algunos arcos rotos ya y cubiertos de hiedra.

Sara, a quien parecía guiar un sobrenatural presentimiento, al llegar al punto que le había señalado su conductor, vaciló algunos instantes, indecisa acerca del camino que debía seguir; pero, por último, se dirigió con paso firme y resuelto hacia las abandonadas ruinas de la iglesia.

En efecto, su instinto no la había engañado. Daniel, que ya no sonreía; Daniel, que no era ya el viejo débil y humilde, sino que, antes bien, respirando cólera de sus pequeños y redondos ojos, parecía animado del espíritu de la venganza, rodeado de una multitud como él, ávida de saciar su sed de odio en uno de los enemigos de su religión, estaba allí y parecía multiplicarse dando órdenes a los unos, animando en el trabajo a los otros, disponiendo, en fin, con una horrible solicitud los aprestos necesarios para la consumación de la espantosa obra que había estado meditando días y días, mientras golpeaba impasible el yunque de su covacha de Toledo.

Sara, que en favor de la oscuridad había logrado llegar hasta el atrio de la iglesia, tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojar un grito de horror al penetrar en su interior con la mirada.

Al rojizo resplandor de una fogata que proyectaba las sombras de aquel círculo infernal en los muros del templo, había creído ver que algunos hacían esfuerzos por levantar en alto una pesada cruz, mientras otros tejían una corona con las ramas de los zarzales o afilaban sobre una piedra las puntas de enormes clavos de hierro. Una idea espantosa cruzó por su mente: recordó que a los de su raza los habían acusado más de una vez de misteriosos crímenes; recordó vagamente la aterradora historia del Niño Crucificado, que ella hasta entonces había creído una grosera calumnia inventada por el vulgo para apostrofar y zaherir a los hebreos.

Pero ya no le cabía duda alguna; allí, delante de sus ojos, estaban aquellos horribles instrumentos de martirio, y los feroces verdugos sólo aguardaban a la víctima.

Sara, llena de una santa indignación, rebosando en generosa ira y animada de esa fe inquebrantable en el verdadero Dios que su amante le había revelado, no pudo contenerse a la vista de aquel espectáculo y, rompiendo por entre la maleza que la ocultaba, presentóse de imprevisto en el umbral del templo.

Al verla aparecer, los judíos arrojaron un grito de sorpresa, y Daniel, dando un paso hacia su hija, en ademán amenazante, le preguntó con voz ronca:

-¿Qué buscas aquí, desdichada?

-Vengo a arrojar sobre vuestras frentes -dijo Sara con voz firme y resuelta- todo el baldón de vuestra infame obra, y vengo a deciros que en vano esperáis la víctima para el sacrificio, si ya no es que intentáis cebar en mí vuestra sed de sangre, porque el cristiano a quien aguardáis no vendrá porque yo lo he prevenido de vuestras asechanzas.

-¿Sara! -exclamó el judío, rugiendo de cólera-. Sara, eso no es verdad; tú no puedes habernos hecho traición, hasta el punto de revelar nuestros misteriosos ritos, y si es verdad que los has revelado, tú no eres mi hija...

-No; ya no lo soy; he encontrado otro Padre, un Padre todo amor para los suyos, un Padre a quien vosotros clavasteis en una afrentosa cruz y que murió en ella por redimiros, abriéndonos para una eternidad las puertas del cielo. No; ya no soy vuestra hija, porque soy cristiana y me avergüenzo de mi origen.

Al oír estas palabras, pronunciadas con esa enérgica entereza que sólo pone el cielo en boca de los mártires, Daniel, ciego de furor, se arrojó sobre la hermosa hebrea y derribándola en tierra y asiéndola por los cabellos, la arrastró, como poseído de un espíritu infernal, hasta el pie de la cruz, que parecía abrir sus descarnados brazos para recibirla, exclamando al dirigirse a los que los rodeaban:

-Ahí os la entrego; haced vosotros justicia de esa infame, que ha vendido su honra, su religión y a sus hermanos.

Al día siguiente, cuando las campanas de la catedral asordaban los aires tocando a gloria, y los honrados vecinos de Toledo se entretenían en tirar ballestazos a los Judas de paja, ni más ni menos que como todavía lo hacen en algunas de nuestras poblaciones, Daniel abrió la puerta de su tenducho, como tenía por costumbre, y con su eterna sonrisa en los labios comenzó a saludar a los que pasaban, sin dejar por eso de golpear en el yunque con su martillito de hierro; pero las celosías del morisco ajimez de Sara no volvieron a abrirse, ni nadie vio más a la hermosa hebrea recostada en su alféizar de azulejos de colores.

...

Cuentan que algunos años después un pastor trajo al arzobispo una flor hasta entonces nunca vista, en la cual se veían figurados todos los atributos del martirio del Salvador del mundo, flor extraña y misteriosa, que había crecido y enredado sus tallos por entre los ruinosos muros de la derruida iglesia.

Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo; hermosa, con esa hermosura que no se parece en nada á la que soñamos en los ángeles, y que sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio á algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
 Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y solo se encuentran martirios; amor que se asemeja á la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el cielo para la espiacion de una culpa.
 Ella era caprichosa, caprichosa, y estravagante como todas las mujeres del mundo.
 Él supersticioso, supersticioso y valiente como todos los hombres de su época.
 Ella se llamaba María Antunez.
 Él, Pedro Alfonso de Orellana.
 Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
 La tradicion que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada mas acerca de los personajes que fueron sus héroes.
 Yo, en mi estidad de cronista verídico, no añadiré una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.
II.

 Él la encontró un dia llorando y le preguntó:—¿Por qué lloras?
 Ella se enjugó los ojos, le miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió, á llorar.
 Pedro entonces, acercándose á María, le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del rio, y tornó á decirle:—¿Por qué lloras?.
 El Tajo se retorcía gimiendo al pié del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes vecinos, la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y solo eI monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
 María esclamó:—No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte, ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer sin que los revele mas que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginacion sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
 Cuando estas palabras espiraron, ella tornó á inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
 La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo á su amante con voz sorda y entrecortada.—Tú lo quieres, es una locura que te hará reír; pero no importa, te lo diré puesto que lo deseas.
 Ayer estuve en el templo, se celebraba la fiesta de la Virgen, su imagen colocada, en el altar mayor sobre un escabel de oro resplandecía como un ascua de fuego, las notas del órgano temblaban dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entónaban el Salve regina.
 Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron desde luego en la imágen, digo mal, en la imágen no; se fijaron en un objeto que hasta entonces no había visto; un objeto que sin que pudiese esplicármelo, llamaba sobre sí toda mi atencion. No te rias... aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo... Yo aparté la vista y torné á rezar... ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increible inquietud...
 Salí del templo, vine á casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir, no pude..... Pasó la noche, eterna con aquel pensamiento..... Al amanecer se cerraron mis párpados y, ¿lo creerás? Aun en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí; porque no era ya la virgen que yo adoro y ante quien me arrodillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reia mofándose de mi.—¿La ves? parecía decirme, mostrándome la joya.—¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano; ¿la ves? pues no es tuya, no lo será nunca, nunca..... Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero esta, esta que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador..... nunca..... nunca.....—Desperté, pero con la misma idea fija aquí, entonces, como ahora, semejante á un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás..... ¿Y qué?.... Callas, callas y doblas la frente..... ¿No te hace reír mi locura?
 Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza, que efecto había inclinado, y dijo con voz sorda:—¿qué virgen tiene esa presea?
 —La del Sagrario, murmuró María.
 ¡La del Sagrario!! repitió el jóven con acento de terror, ¡la del Sagrario de la Catedral!... Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
 —¡Ah! ¿por qué no la posee otra Virgen? prosiguió con acento enérgico y apasionado; ¿porqué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona, ó el diablo entre sus garras? Yo se la arrancarla para ti, aunque me costase la vida ó la condenación. Pero á la Virgen del Sagrario, á nuestra santa patrona, yo..... yo que he nacido en Toledo; imposible, imposible!
 ¡Nunca! murmuró María con voz casi imperceptible; ¡nunca! y siguió llorando.
 Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del rio. En la corriente que pasaba y pasaba sin cesar ante sus estraviados ojos, quebrándose al pié del mirador entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.
III.

 ¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de jigantes palmeras de granito, que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnifica, bajo la que se guarece y vive con la vida que le ha prestado el genio, toda una creacion de seres imaginarios y reales.
 Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ogivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
 Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fé de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado á porfia el tesoro de sus creencias, de su inspiracion y de sus artes.
 En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra.
 La consuncion material se alivia respirando el aire puro de las montañas, el ateismo debe curarse respirando su atmósfera de fé.
 Pero si grande, si imponente se presenta á nuestros ojos á cualquier hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda, como en los dias en que desplega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oto y pedrería, sus gradas de alfombras y sus pilares de tapices. Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos mas profundos hasta las más altas agujas que le coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad del Dios,que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
 El mismo dia en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir, se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnifica octava de la Virgen.
 La fiesta religiosa habia traido á ella una multitud inmensa de fieles; pero ya está se habia dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba, en que se apoyó un instante mientras dominaba su emocion, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí la claridad de la lámpara permitía distinguir sus facciones.
 Era Pedro.
 ¡Qué habia pasado entre los dos amantes para que se arrestara al fin á poner por obra una idea que solo al concebirla se habían erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar á cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
 La catedral estaba sola, completamente sola, y sumergida en un silencio profundo.
 No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, ó murmullos del viento, ó quién sabe, acaso ilusion de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltacion lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora á sus espaldas; ora á su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
 Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó á la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario á cuya sombra descansan por toda una eternidad.
 —¡Adelante!—murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecia que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales. Por un momento creyó que una mano fría y descarnada le sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron á su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo con sus arcadas de granito y sus machones dé sillería.
 —¡Adelante!—volvió á esclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara, y trepando por ella subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas ó luz dudosa, mas imponente aun que la oscuridad. Solo la reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
 Sin embargo, aquella sonrisa muda é inmóvil que le tranquilizara un instante, concluyó por infundirle temor; un temor mas estraño, mas profundo que el que hasta entonces habia sentido.
 Tornó empero á dominarse, cerró los ojos para no verla, estendió la mano con un movimiento convulsivo y le arrancó la ajorca; la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía á una fortuna.
 Ya la presea estaba en su poder, sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural: solo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenia miedo de ver; de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y Ios rayos de luz que semejantes á blancos y jigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y estraños.
 Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
 La catedral estaba llena de estátuas; estátuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos, y ocupaban todo el ámbito de la iglesia, y le miraban con sus ojos sin pupila. Santos, monjas, ángeles, demonios, guerreros, damas, pages, cenobitas y villanos, se rodeaban y confundían en las naves y en el altar; á sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces, inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles suspendidos de las bóvedas, pululaban como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
 Ya no pudo resistir mas; las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobre humano, y cayó desvanecido sobre el ara.
 Cuando al otro día los dependientes de la iglesia le encontraron al pié del altar, tenía aun la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse, esclamó con una estridente carcajada.—¡Suya, suya!!
 El infeliz estaba loco.

No es propiamente una leyenda. Aún así, Gustavo Adolfo Bécquer definió en este relato publicado en 1862 la magia que encierran la mayoría de las calles de la ciudad, y en la que se dice algo muy importante: «En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»

En una cartera de dibujo que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de mis excursiones semiartísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.

Los sucesos de que guardan la memoria estos números, son hasta cierto punto insignificantes. Sin embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar algunas noches de insomnio una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o terribles.

Si a la mañana siguiente de uno de estos nocturnos y extravagantes delirios hubiera podido escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de que se cierren del todo mis párpados, esas historias, cuyo vago desenlace flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño, seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.

No es eso lo que pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables, son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.

Voy, pues, a limitarme a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
I
Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado; que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:

«En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.»

Da entrada a esta calle por uno de sus extremos un arco macizo, achatado y oscuro, que sostiene un pasadizo cubierto.

En su clave hay un escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual crece la hiedra, que agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona como un penacho de pluma.

Debajo de la bóveda y enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un cordel y sus votos de cera.

Más allá de este arco que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras, desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillos, y tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a capricho en un paredón grieteado, y un mirador que termina en una alta veleta. Las hay con traza que no pertenece a ningún orden de arquitectura, y que tienen, sin embargo, un remiendo de todas que son un modelo acabado de un género especial y conocido, o una muestra curiosa de las extravagancias de un período del arte.

Éstas tienen un balcón de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores, la de más allá unos pintorreados azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros, y dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados en el muro.

El palacio de un magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de distintas razas, civilizaciones y épocas compendiadas, por decirlo así, en cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle construida en muchos siglos; calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de revueltas, donde cada cual al levantar su habitación tomaba un saliente, dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos accidentes, que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.

Cuando por primera vez fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.

Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.

Una tarde sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival, rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.

Ya la ventana de por sí era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue al notar que cuando volví la cabeza para mirarla, las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.

Seguí mi camino preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o más claro todavía, de la mujer que la había levantado, porque, indudablemente, a aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone joven y bonita.

Pasé otra tarde, pasé con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la ventana, y la cortinilla se volvió a levantar.

La verdad es que realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.

Aquel día me distraje dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.

Mis dibujos adelantaban poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes, en aquel claustro tan misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una columna, la cartera sobre las rodillas, el codo sobre la cartera y la frente entre las manos, al rumor del agua que corre allí con un murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el color de sus ojos.

La miraba cruzar por los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy oscuras, con unos árboles muy corpulentos y añosos, que debía de haber allá en el fondo de aquella especie de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe? Acaso en mí. ¿Qué digo acaso? En mí seguramente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños, cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...

Pero transcurrió el tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.

Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez, y me acordé de la calle.

Tenía aún la cartera bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté, una fecha. Es la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.
II
Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso, los puntos en que tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.

Ya instalado en la histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron la atención en mi primer viaje, y algunos otros que aún no conocía sino de nombre.

Así dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.

Una tarde, la última que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.

La basura y los escombros arrojados de tiempo inmemorial en ella, se habían identificado, por decirlo así, con el terreno, de tal modo, que éste ofrecía el aspecto quebrado y montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por sus ondulaciones, crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales, cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde oscuro, y meciéndose suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor de los yermos y las ruinas.

Diseminados por el suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros, veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar: donde iban formando capas en las cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.

Azulejos moriscos esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados, jirones de tela, tiras de cuero, y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre, eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la atención y deslumbrando los ojos una mirada de chispas de luz derramadas sobre la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinados de cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos y vasijas, que, reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de estrellas microscópicas, y deslumbrantes.

Tal era el pavimento de aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un prado yermo e inculto.

Los edificios que dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y digno de estudio.

Por un lado la cerraba una hilera de casucas oscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus ventanillos con tiestos de flores, y su farol rodeado de una red de alambre que defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.

Otro frente lo constituía un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde algunos reptiles asomaban su cabeza de ojos pequeños y brillantes por entre las hojas de musgo: un paredón altísimo formado de gruesos sillares, sembrado de huecos de puertas y balcones tapiados con piedra y argamasa, y a uno de cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos, desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos tallos de enredaderas.

Esto no era más, por decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que al penetrar en la plaza se presentó de improviso a mis ojos, cautivando mi ánimo y suspendiéndolo durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantaban a su alrededor.

-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! -exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.

Si yo pudiera pegar aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio, imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.

Ya que no puede ser así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al menos de la totalidad de su conjunto.

Figuraos un palacio árabe, con sus puertas enforma de herradura; sus muros engalanados con lilas hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una franja de azulejos brillanles: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas; y su aguda flecha de oro que se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes, que al descorrerse dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque desordenado; todo deja entrever el lujo y las marañas de su interior; todo deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitadores.

El opulento árabe que poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza a desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel alcázar que se derrumba, y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y lo adorna con una cenefa de escudos, por entre los cuales se enrosca una guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven por una parte trozos de alicatado reluciente, por otra artesones oscurecidos, o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro, que da entrada a un salón gótico severo e imponente.

Pero llega el día en que el monarca abandona también aquél recinto, cediéndole a una comunidad de religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiéndole otros rasgos a la ya extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías: entre dos arcos árabes colocan el escudo de su religión esculpido en berroqueña; donde antes crecían tamarindos y laureles, plantan cipreses melancólicos y oscuros; y aprovechando unos restos y levantando sobre otros, forman las combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.

Sobre la portada de la iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a cuyos pies se retuercen, entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya rotas, ponen un retablo, y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de pequeños agujeritos y semejantes a una tabla de ajedrez; colocan cruces sobre todos los picos, y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración, campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.

Después pasan los años y bañan con una veladura de un medio color oscuro todo el edificio, armonizan sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.

Las cigüeñas cuelgan su nido en la veleta de la torre; los vencejos en el ala de los tejados; las golondrinas en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su guarida los altos mechinales, desde donde en las noches tenebrosas asustan a las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.

Todas estas revoluciones, todas estas circunstancias especiales, hubieran podido únicamente dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contraste, de poesía y de recuerdos, como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he ensayado, aunque en vano, describir con palabras.

Yo lo había trazado en parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo: Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres, dejar lugar a otras, y las primeras y las que venían después, convertirse en polvo y volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres: luego... qué sé yo... todo confuso, veía muchas cosas revueltas, y tocadores de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro abierto, y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos, cubiertos de tapices y adornados con trofeo de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y volvían a cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de confinente altivo y andar majestuoso.

Todas estas cosas veía yo, y muchas más de esas que después de pensadas, no pueden recordarse; de esas tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima, que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo en la plaza.

En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...

Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné aguardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la mano. Al escribirla, miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude menos de sonreirme de mi locura.


III
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de año, durante el cual no dejó de presentárseme a la imaginación su recuerdo, al principio, a todas horas y con todos sus detalles; después con menos frecuencia, y por último, con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión, o de un sueño.

No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.

El día estaba triste, con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era de color de plomo, y a su reflejo melancólico los edificios parecían más antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía misteriosa, ya palabras ininteligibles, clamor de campanas o ecos de golpes profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo glacial.

Anduve durante algunas horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas imaginaciones, y contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y recuerdos históricos.

El cielo cerraba de cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.

Al encontrarme en aquel lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.

Tendí una mirada a mi alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal, estaba más triste. Ignoro si la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera, hasta el que me impresionó entonces, había toda la distancia que existe desde la melancolía a la amargura.

Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.

Nada más extraño que aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.

A intervalos y confundidas con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.

Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:

-¿Qué hay aquí?

-Una toma de hábito -me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta.

Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.

La iglesia era alta y oscura: formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona, y de cuya rica coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas hojarascas, cornisas con molduras y florones dorados, y dibujos caprichosos y elegantes. En torno a las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica o churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas, con una antigua tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas, con una imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de cinta de colorines.

Contribuía a dar un carácter más misterioso a toda la iglesia, completamente armónica en su confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre, pendientes de las bóvedas; de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces del muro, partían rayosde luz de mil colores diversos: blancos, los que penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.

Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de quien sólo había visto un instante la mano; y abriendo desmesuradamente los ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos, coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un crucifijo, alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo del cuadro, como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más palpables las sombras; he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que ocupaba.

Los sacerdotes, cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos que conducían una cruz de plata y dos ciriales, y seguidos de otros que agitaban los incensarios perfumando el ambiente, atravesando por en medio de los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al fin a la reja del coro.

Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.

¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda cima de una montaña, un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.

El rostro no se lo podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban el crucifijo, y su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.

Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.

La abadesa, murmurando algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.

Después la despojó del velo, y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante, porque en seguida comenzó a percibirse, en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles, un chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se desprendió de la frente que sombreaba, y rodaron por su seno y cayeron al suelo después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...

La abadesa tornó a murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron, y todo quedó de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellándose en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía, al pasar, los vidrios de color de las ojivas.

Ella estaba inmóvil, inmóvil y pálida como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro gótico.

Y la despojaron de las joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus broches con mano trémula de emoción y cariño.

El esposo místico aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte; abriendo sin duda la losa del sepulcro y llamándola a traspasarlo, como traspasa la esposa tímida el umbral del santuario de los amores nupciales, porque ella cayó al suelo desplomada como un cadáver. Las religiosas arrojaron, como si fuese tierra, sobre su cuerpo, puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes con sus voces profundas y huecas comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles palabras que pronuncian.

¡De profundis clamavi ad te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y dolientes.

¡Dies irœ, dies, illa!, le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.

Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar; y que sólo pueden concebir los que lo han sentido...

Aún estaba clavado en aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva religiosa se incorporó del suelo. La abadesa le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas, y formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.

Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por la vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo, tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.

Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron a repicar; volteando con una furia espantosa.

Aquella alegría loca y ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando a los padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.

-Tal vez era sola en el mundo -dije; y no pude contener una lágrima.

-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a la reja.

-¿La conoce usted? -le pregunté.

-¿Pobrecita! Sí, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.

-¿Y por qué profesa?

-Porque se vio sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el mismo día, del cólera, hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor Deán le dio el dote para que profesase; y ya veis... ¿que había de hacer?

-¿Y quién era ella?

-Hija del administrador del conde de C.... al cual serví yo hasta su muerte.

-¿Dónde vivía?

Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.

Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea que brilla en la oscuridad y la confusión de la mente, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí o creí comprenderlo...

Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y de donde no se borrará nunca.

Algunas veces, recordando estos sucesos, hoy mismo al consignarlos aquí, me he preguntado:

-Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico; la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de estas fechas?

¡Quién sabe!

¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?

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