La colección de azulejería del Museo de Cerámica “Ruiz de Luna” (Talavera de la Reina) supone un excepcional conjunto para acercarnos al conocimiento de la religiosidad y de las devociones arraigadas en la sociedad que fomentó este tipo de elaboraciones artísticas. Los paneles, altares, frontales y placas que conforman sus fondos son un reflejo bastante significativo del extenso repertorio hagiográfico empleado por los pintores de azulejos talaveranos desde finales del siglo XVI hasta inicios del XX. Un repertorio que, lógicamente, se encuentra relacionado de manera íntima con los procesos espirituales, devocionales y culturales que se produjeron a lo largo de estos siglos; la Contrarreforma de manera general desde el siglo XVI y el proceso de construcción de una cultura nacional que vivió España a inicios del XX. El recorrido que ofrezco a continuación nos permitirá desgranar brevemente las claves iconográficas gracias a las cuales podemos tener un mejor conocimiento de estas piezas, entendiéndolas como parte de los contextos espirituales y culturales que las originaron, así como valorar de una manera más profunda el excepcional conjunto artístico que custodia este museo.
Las escenas relativas a la vida de Cristo, como es lógico, ocupan un lugar fundamental en la azulejería talaverana. Los ejemplos que encontramos en el museo nos sitúan en dos momentos fundamentales para entender los principales dogmas cristológicos. Por un lado, el Retablo de la Anunciación, panel de finales del siglo XVI-comienzos del XVII procedente del Hospital de la Maternidad de Talavera de la Reina, nos recuerda la encarnación de Cristo y su naturaleza humana. En la escena, la Virgen es sorprendida por el Arcángel San Gabriel, que porta un cetro, mientras lee las profecías de Isaías. La voluntad divina se refrenda con las palabras de la filacteria que porta el arcángel (“Ave Gractia Plena”) y con la presencia del Espíritu Santo, representado por una paloma. La disposición de un jarrón con azucenas blancas nos recuerda la pureza de María. Y, por otra parte, el Frontal de la Crucifixión (siglo XVII) sirve para cerrar el ciclo: Dios, que se había hecho hombre, muere para salvarnos.
El medallón central de este frontal recoge la iconografía básica de la escena: Cristo crucificado aparece flanqueado por la Virgen y San Juan y, a los pies de la cruz, la calavera de Adán rememora que la muerte de Cristo se produjo para salvarnos de aquel pecado original. Similar composición encontramos en la Placa de la Crucifixión de 1766, aunque en este caso no se ha incluido la calavera. En ambos ejemplos, la disposición de la Virgen, de pie y serena, nos recuerda el modelo iconográfico que triunfó con la Edad Moderna; frente al desmayo de la Virgen propio de las crucifixiones medievales, ahora la Virgen sirve como modelo de entereza pese al inmenso dolor por la muerte de su hijo. Esa misma idea se nos transmite en el Panel de la Piedad (siglo XVII), donde María aparece sosteniendo a Cristo muerto como Virgen de Dolores. En la representación vemos su corazón atravesado por siete puñales –los siete dolores sufridos durante la vida y pasión de Jesús– y también los símbolos de la pasión: los clavos, la llaga del corazón, la caña con una esponja impregnada en vinagre, la lanza de Longinos, un martillo y unas tenazas. La Pasión de Cristo encontró su mejor expresión en las estaciones del Via Crucis. Del total de doce escenas que solían componerlo, el museo cuenta con una placa de finales del siglo XVII-inicios del XVIII que reproduce la estación III, Primera caída de Jesús.
La presencia de la Virgen María, como acabamos de ver, resulta en muchos casos inseparable de las principales escenas cristológicas. No obstante, también gozó de una notable independencia representativa, en especial para transmitir la idea de su Inmaculada Concepción: el hecho de que María había sido concebida de manera virginal y, por tanto, estaba exenta del pecado original. A lo largo del Gótico, los artistas se sirvieron de diferentes escenas para representar este concepto, como el Abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la Puerta Dorada o el propio Nacimiento de María. El Panel del Nacimiento de la Virgen (finales del siglo XVI) recrea dicha escena a partir de una estampa con diseño de Federico Zuccaro y grabado de Cornelis Cort (1568). En ella, Santa Ana aparece en cama y atendida por una sirvienta mientras otras dos lavan a la recién nacida.
No obstante, la fórmula iconográfica que triunfó para representar este dogma fue la que podemos ver en el Tríptico de la Inmaculada Concepción, San Francisco de Asís y San Antonio de Padua (ca. 1570/80 y primera mitad del siglo XVIII). La pieza, procedente del Convento de Franciscanas Concepcionistas de la Madre de Dios de Talavera de la Reina, incluye a María sobre el creciente lunar, coronada de estrellas, “vestida” de sol y rodeada por dieciocho de los emblemas de las Letanías Lauretanas: Sol, olivo, flor del campo, templo, ciudad de Dios, fuente, torre de David, plátano, huerto cerrado, espejo, fuente, puerta cerrada, rosa, ciprés, cedro, palma, Luna y estrella del mar. El culto a este concepto, que no fue dogma hasta el siglo XIX, fue potenciado por los franciscanos, como bien refleja esta pieza.
En otras ocasiones, las representaciones marianas nos insisten en la función mediadora de María, lo cual derivó en el desarrollo de numerosas advocaciones. De hecho, la posibilidad de lograr dones del Cielo a través de la Virgen está presente en una de las escenas más difundidas en el ámbito toledano: la Imposición de la Casulla a San Ildefonso. Una placa circular del siglo XVII nos recuerda este milagro, cuando la Virgen se apareció ante San Ildefonso para entregarle una casulla tejida por ángeles en agradecimiento a la defensa que el santo hacía de la pureza de la Virgen. La Placa de la Virgen de Nuestra Señora del Socorro (siglo XVIII, taller de José Mansilla del Pino) es otro buen reflejo de la función protectora de María. Aquí la vemos según un modelo devocional impulsado por las órdenes agustianianas: la Virgen, que lleva al Niño en brazos, levanta una maza-dardo para ahuyentar al diablo-serpiente que pretende apoderarse de un alma humana (figura de niño desnudo).
No obstante, encontrándonos en Talavera de la Reina, no podían faltar las representaciones de la Virgen del Prado como patrona y protectora de la ciudad. Su presencia en la azulejería se impuso en el siglo XVIII, estableciéndose una iconografía bien definida que se ha venido repitiendo hasta la actualidad. En general, la imagen se conforma por un amplio manto de estructura triangular –abierto en la parte delantera para permitir que se vea la túnica– en cuyo vértice superior aparece la pequeña cabeza coronada de la Virgen. Además, apenas imperceptible sobre la decoración del manto, aparece el Niño en actitud de bendecir. La efigie se sitúa sobre un elaborado pedestal que hace las veces de trono y en el que se representa la escena de los Desposorios de María. En torno a la cabeza de la Virgen se desarrolla una ampulosa corona/gloria con numerosos rayos y ocho querubines sobre cuyas cabezas aparece igual número de estrellas; en el centro, Dios Padre con nimbo triangular y la paloma del Espíritu Santo, y, en los laterales, toda una serie de ángeles músicos. Completan el conjunto los cuernos del creciente lunar y otros elementos que pueden variar según la representación: sendos jarrones con ramos de flores, un cortinaje que enmarca la escena, angelotes con palmas y flores, etc. A este modelo responden varias placas y paneles de los siglos XVIII, XIX y XX, como los fechados en 1730, 1768 –del cual la fábrica “Nuestra Señora del Prado” realizó dos réplicas: una en 1948 que también se conserva en el museo y otra en 1956 para la fachada norte de la Basílica del Prado–, 1774 (firmado por Mansilla), y 1817 (firmado por Simón Saez).
Otro numeroso grupo de piezas es el dedicado a los santos. Cada orden religiosa trató de favorecer el culto a sus fundadores y miembros más notables, potenciando una iconografía que los hiciera claramente reconocibles como referentes para el fiel, modelos de comportamiento cristiano y ejemplos de vida virtuosa que el buen cristiano debía seguir e imitar. Destacan principalmente dos órdenes: franciscanos y dominicos. En cuanto a los primeros, la Orden Mendicante queda bien representada en la colección del museo a través del ya mencionado Tríptico de la Inmaculada Concepción, San Francisco de Asís y San Antonio de Padua. Ambos santos, los principales de la orden, vuelven a aparecer, ahora por separado, en la Placa de la Estigmatización de San Francisco de Asís (siglo XVIII), que nos recuerda el milagro más conocido de la vida del fundador de la orden, y en la Placa de San Antonio de Padua, firmada por Francisco Sánchez Corral en 1817. En el primer caso citado, la iconografía de San Francisco se limita al correspondiente hábito con cordón de tres nudos y a la cruz que porta en la mano, mientras que en la placa ya vemos el momento en el que recibe las llagas de Cristo ante la visión de un serafín crucificado. En cuanto a San Antonio de Padua, su iconografía responde en ambas piezas a un modelo bien asentado: con el Niño en brazos –en el tríptico, además, este aparece sobre un libro– y con un ramo de azucenas. El santo gozó de gran popularidad por ser considerado como uno de los más milagreros, lo que justificó su pervivencia en el tiempo.
Por lo que respecta a los dominicos, la Orden de Predicadores cuenta con una serie de paneles del siglo XVII dedicados a sus principales santos que constituye una excelente lección de iconografía; así, encontramos a Santo Domingo de Guzmán, el fundador de la orden caracterizado por unas azucenas y el estandarte con la cruz florenzada; Santo Tomás de Aquino, con una maqueta de una iglesia, una cadena con un sol y un pluma, referentes a su condición de doctor de la iglesia, a su sabiduría (fue autor de la obra Catena Aurea) y a la importancia de su doctrina; San Pedro Mártir, identificado por el puñal clavado en el pecho, el alfanje en el cráneo, la palma con tres coronas (símbolos de su predicación, martirio y castidad), el libro y el comienzo del “Credo” (palabra que escribió con su sangre al morir asesinado); San Jacinto de Polonia, que porta la custodia y la escultura de la Virgen que salvó de un incendio; y Santa Catalina de Siena, con un crucifijo, una corona de espinas y las llagas; todos con el correspondiente hábito blanco con manto negro.
Más allá de estas representaciones, buena parte de las placas y paneles conservados en el museo responden a la religiosidad y a los modelos iconográficos que, heredados del Gótico, se perpetuaron a lo largo de toda la Edad Moderna como reflejo de las principales devociones públicas y privadas. Son imágenes que nos recuerdan hasta qué punto cada aspecto de la vida quedó supeditado a lo religioso, buscando en los santos amparo y auxilio para las más variopintas cuestiones. San Sebastián, por ejemplo, gozó de gran fama como protector frente a la peste y las epidemias; su imagen, la de un joven atado a un árbol y asaeteado, puede verse en el panel que formaba parte del frontal de altar del Retablo de San Juan Bautista (último tercio del siglo XVI, procedente de la Iglesia Parroquial de Marrupe). El mencionado San Juan Bautista, el primero de la jerarquía de los santos, fue tenido por un santo curador y patrón de varios gremios (sastres, cardadores de lana, cuchilleros, etc.); no obstante, por encima de todo, era un santo intercesor de primer orden por haber sido el último profeta y antecesor del Mesías. Esta imagen, como anunciador de Cristo, del Agnus Dei, es la que vemos tanto en el mencionado retablo –San Juan señala al cordero que soporta sobre un libro y sostiene una caña crucífera– como en una placa del siglo XVIII. En esta, San Juanito se acompaña del cordero y en la cruz se ve una filacteria con parte de la inscripción: “Ecce Agnus Dei” (Este es el Cordero de Dios).
Por su parte, San Antonio Abad, el popular San Antón, adoptó el patronazgo de los animales; el hábito de los hermanos hospitalarios con la cruz de tau (“T”) en el pecho, el báculo con la campanilla y el cerdo que le acompaña son sus atributos más distintivos tal y como vemos en una placa del siglo XVIII. San Blas fue el auxiliador ante los males de garganta; un panel de finales del siglo XVI-comienzos del XVII nos muestra su figura como obispo con mitra y báculo. Santa Bárbara se alzó como protectora frente a las tormentas, ya que su padre, que la había mantenido encerrada en una torre, fue alcanzado por un rayo cuando intentaba decapitar a su propia hija; sendas placas en bicromía del siglo XVIII recogen estos elementos (el intento de decapitación, el rayo, la torre y la palma del martirio), mientras que otra en policromía de 1757 nos la presenta formando pareja con San José.
Santa Lucía era requerida contra los problemas de visión; un frontal del siglo XVII –muy restaurado por Francisco Arroyo en el XX– nos la presenta con la palma del martirio y una bandeja con sendos ojos en compañía del ya mencionado San Blas (o quizás San Ildefonso) y de otra de las santas con mayor recorrido devocional: Santa Catalina de Alejandría. En este frontal de altar, la vemos con sus atributos más característicos: la palma del martirio, la corona como princesa, la rueda dentada con la que se la intentó martirizar y la espada con la que acabó siendo decapitada. No obstante, con relación a esta santa, la pieza más notable y excepcional que alberga el museo es el Panel-escudo de Santa Catalina de Alejandría que Alonso de Figueroa Gaytán firmó en 1609. Este panel, elaborado para la Finca “Pompajuela” de los monjes jerónimos de Talavera de la Reina, es un muy completo compendio iconográfico, incluyendo símbolos de esta santa (la rueda, la palma, la espada, el anillo de los Desposorios místicos de Santa Catalina con Cristo y la corona) y de San Jerónimo (el león y el capelo cardenalicio que falsamente se le atribuyó).
Devoción peculiar, promovida a raíz del terremoto de Lisboa (1755), fue la de San Emigdio de Áscoli, al que se consideró protector frente al “ímpetu” de los terremotos. Dos placas del siglo XVIII nos muestran al santo como obispo, con mitra y báculo, en un rompimiento de gloria que se impone sobre la curiosa visión de un terremoto y de un maremoto. Y por encontrarnos en Talavera de la Reina, centro alfarero, no podían faltar en este repertorio hagiográfico las dos santas patronas de la alfarería: las Santas Justa y Rufina. A las dos hermanas sevillanas las hallamos tanto en una placa del siglo XVIII –ambas con la palma del martirio, sosteniendo una torre y con diferentes cacharros de cerámica a sus pies– y en la Placa de las Santas Justa y Rufina firmada por la fábrica de J. Ruiz de Luna (primera mitad del siglo XX). En este caso, la imagen reproduce el lienzo de Murillo del Museo de Bellas Artes de Sevilla (1665-66). Los atributos iconográficos de las santas son los ya citados, pero aquí sí vemos una fidedigna representación de la Giralda, salvada milagrosamente por las dos hermanas durante el terremoto de 1504.
Concluimos este recorrido con un último ejemplo que nos permite evidenciar la evolución, continuidad y reformulación de las imágenes religiosas a lo largo de la historia de la azulejería talaverana; es el caso de Santiago y, en concreto, de Santiago Matamoros. Su condición de patrón de España y de santo ampliamente venerado en el ámbito rural le concede un puesto privilegiado en estas producciones. El modelo iconográfico de Santiago Matamoros, en caballo blanco sobre los despojos de las tropas árabes, portando el estandarte cristiano y blandiendo la espada, se repitió con apenas variantes desde el siglo XVI –véase el Panel de Santiago Matamoros del último tercio de esta centuria– hasta el XX, cuando fue retomado con fuerza por los Ruiz de Luna como parte del proceso de recuperación de los símbolos patrios en el que se encuadró su revival cerámico. Por tanto, sirva como colofón de estos apuntes de iconografía el soberbio Retablo de Santiago (1917), pieza cumbre de la producción Ruiz de Luna y una de las más emblemáticas de este Museo de Cerámica.
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Autor:
Fernando González Moreno
Profesor Titular del Departamento de Historia del Arte, Universidad de Castilla-La Mancha